
Baltasar del Alcázar fue un poeta sevillano nacido en 1530 en una familia acomodada, donde era el sexto hijo de Luis del Alcázar, un funcionario municipal. Desde joven, se embarcó en una vida aventurera como soldado, sirviendo en las galeras del marqués de Santa Cruz, Álvaro de Bazán, cayendo incluso prisionero de los franceses por un breve tiempo. Más tarde, en 1565, se casó y fue nombrado alcaide del castillo de Los Molares por el duque de Alcalá, un cargo que le permitió disfrutar de cierta estabilidad. En 1583, regresó a Sevilla para administrar las propiedades del conde de Gelves, y en sus últimos años se mudó a Ronda con una de sus hijas, donde falleció en 1606 a causa de enfermedades como gota y cálculos renales.
Curiosamente, nunca publicó sus poemas en vida; se conservaron gracias a copias hechas por el pintor Francisco Pacheco, quien también le hizo un retrato. Su vida, marcada por el servicio militar y cargos administrativos, le dio un toque mundano y realista a su poesía, lejos de los aires cortesanos de otros contemporáneos.
En cuanto a su obra, Alcázar es un tesoro algo olvidado del Renacimiento español, con una producción variada que incluye epigramas, epístolas, odas, villancicos y, por supuesto, sonetos. Su poética se caracteriza por un tono festivo, burlesco y satírico, que parodia las convenciones renacentistas y critica con humor la vida cotidiana de su tiempo. Lejos del idealismo petrarquista puro, Alcázar practicó el “antipetrarquismo”: ridiculizó los tópicos amorosos, retrataba a las mujeres como interesadas o lascivas, y celebraba placeres terrenales como la comida, el vino o los vicios humanos. También hay un lado más serio en su poesía religiosa, influida por la Contrarreforma y el erasmismo, donde exaltó figuras como la Virgen o la Eucaristía. En general, su estilo es ingenioso, con un dominio de métricas variadas (endecasílabos y octosílabos) y un lenguaje accesible que hace su lectura divertida y fresca, como si charlara con el lector. Obras como “La cena jocosa” o “Tres cosas me tienen preso” (donde equipara el amor por una mujer con el jamón y las berenjenas con queso) ejemplifican su ingenio hedonista y burlón, convirtiéndolo en un poeta “disfrutón” que no teme lo mundano.
Dentro de su poética, los sonetos destacan por su versatilidad: algunos siguen el molde petrarquista o religioso, pero los más memorables son los satírico-burlescos, donde Alcázar juega con la ironía, el humor y las limitaciones de la forma poética misma. Su estilo en ellos es juguetón, con rimas ingeniosas que a veces fuerzan contradicciones divertidas, y un tono que critica las reglas métricas o los ideales amorosos. Las temáticas comunes incluyen la parodia del amor, descripciones físicas satíricas de las mujeres, conflictos internos religiosos y meta-poesía (poesía sobre la poesía). Veamos algunos ejemplos destacados para ilustrarlo:
“Yo acuerdo revelaros un secreto”
Yo acuerdo revelaros un secreto
en un soneto, Inés, bella enemiga;
mas, por buen orden que yo en éste siga,
no podrá ser en el primer cuarteto.Venidos al segundo, yo os prometo
que no se ha de pasar sin que os lo diga;
mas estoy hecho, Inés, una hormiga,
que van fuera ocho versos del soneto.Pues ved, Inés, qué ordena el duro hado,
que teniendo el soneto ya en la boca
y el orden de decillo ya estudiado,conté los versos todos y he hallado
que, por la cuenta que a un soneto toca,
ya este soneto, Inés es acabado.
Este soneto es un maestro en meta-poesía humorística. El poeta promete revelar un secreto a Inés, pero va posponiéndolo cuarteto a cuarteto, hasta que al final se da cuenta de que el soneto ya ha terminado sin haberlo dicho. El tema es la frustración con la estructura poética, y el estilo, con su rima endecasílaba fluida, crea un efecto cómico de autoengaño.
“Al soneto, vecinos, al malvado,”
«Al soneto, vecinos, al malvado,
al sacrílego, al loco, al sedicioso,
revolvedor de caldos, mentiroso,
afrentoso al señor que lo ha criado.
Atadle bien los pies, como el taimado
no juegue de ellos, pues será forzoso
que el sosiego del mundo y el reposo
vuelva en un triste y miserable estado.
Quemadle vivo; muera esta cizaña,
y sus cenizas Euro las derrame
donde perezcan al rigor del cielo.»
Esto dijo el honor de nuestra España,
viendo un soneto de discurso infame,
pero valiole poco su buen celo.
Aquí, la sátira se dirige a los sonetos mal hechos, personificándolos como criminales que merecen castigo. El tema es la crítica literaria humorística, y el estilo exagerado, con exclamaciones y metáforas violentas, resalta su lado burlón contra la mediocridad poética.
“Cercada está mi alma de contrarios”
Cercada está mi alma de contrarios;
la fuerza, flaca; el castellano, loco;
el presidio, infïel, bisoño y poco,
ningunos los pertrechos necesarios.
Los socorros que espero, voluntarios,
porque ni los merezco ni provoco;
tan desvalido, que aun a Dios no invoco
porque mis consejeros andan varios.
Los combates, continuos, y la ofensa;
los enemigos, de ánimo indomable;
rota por todas partes la muralla.
Nadie quiere acudir a la defensa…
¿qué hará el castellano miserable
que en tanto estrecho y confusión se halla?
Más serio y posiblemente religioso, explora conflictos internos del alma. El estilo es más petrarquista, con un tono introspectivo que contrasta con sus piezas festivas, mostrando la amplitud de su registro.

Francisco de Aldana
Imaginad a un hombre de espada en mano, galopando por campos de batalla, pero con el corazón anclado en libros antiguos y suspiros neoplatónicos: así era Francisco de Aldana, el poeta-soldado que convirtió el fragor de la guerra en ecos de introspección divina. Nacido alrededor de 1537 en Nápoles —hijo de un capitán al servicio de Carlos V—, creció en Florencia, cuna del humanismo, donde devoró clásicos griegos y latinos, dominó una docena de idiomas y se empapó de la filosofía de Platón y Ficino. Su vida fue un torbellino: combatió en San Quintín (donde su valor le valió elogios), sirvió en Flandes como diplomático y explorador —incluso se disfrazó de judío para espiar en Marruecos—, y anheló siempre la soledad contemplativa lejos del “ruido de las armas”. Murió joven, en 1578, en la fatídica batalla de Alcazarquivir, al lado de Sebastián de Portugal, pese a haber profetizado su desastre. Su hermano Cosme rescató sus versos, publicándolos póstumamente en 1589 y 1591, y Cervantes lo coronó como “divino”, comparándolo con Garcilaso.
Su obra, un mosaico de unos sesenta sonetos, canciones, fábulas y epístolas, es un puente entre el Renacimiento y el Barroco: Fábula de Faetonte (una epopeya en octavas sobre la desmesura humana), la ardiente Canción a Cristo crucificado y, joya de la corona, la Epístola a Arias Montano (1577), un tratado en tercetos sobre la contemplación divina que fusiona eros y mística. Influido por Petrarca y Garcilaso, pero con un sello personal de violencia expresiva y épica íntima, Aldana teje sensualidad pagana con anhelo cristiano, anticipando el desengaño quevedesco. Su poética es un grito ahogado de crisis: el neoplatonismo como escalera al “hombre interior” —inspirado en San Pablo—, donde el alma busca a Dios en la naturaleza y el silencio, huyendo del caos mundano. Temas centrales: el hastío militar como metáfora de la vanidad vital, la soledad como refugio erótico-espiritual y la muerte como olvido liberador, todo con una tensión entre acción guerrera y quietud contemplativa que hace su voz fresca y atormentada, como un río que arrastra espadas hacia el mar divino.
Y en esta poética, los sonetos son las flechas certeras: catorce versos endecasílabos en rima abrazada, de hechura italianizante pero con un pulso filosófico y sensual que rompe moldes petrarquistas. Su estilo es elevado y reflexivo, con imágenes vívidas —fuego, sangre, luz interior— y un ritmo que oscila entre el ímpetu épico y la pausa meditativa, integrando doctrina neoplatónica en la carne del deseo. Las temáticas giran en torno al desengaño bélico (ironía cruel ante la “gloria” de la guerra), la soledad como espacio sagrado y el amor erótico como frustración mística, donde cuerpos y almas se buscan en vano fusión, rozando lo prohibido con franqueza inusual para la época. Veamos ejemplos que iluminan su genio:
“Otro aquí no se ve que, frente a frente…”
Otro aquí no se ve que, frente a frente,
animoso escuadrón moverse guerra,
sangriento humor teñir la verde tierra
y tras honroso fin correr la gente.Este es el dulce son que acá se siente:
«¡España! ¡Santiago! ¡Cierra, cierra!»
Y, por süave olor que el aire atierra…
humo que azufre da con llama ardiente.El gusto, envuelto va tras corrompida
agua; y el tacto, solo apalpa y halla
duro trofeo de acero ensangrentado,hueso en astilla; en él, carne molida,
despedazado arnés, rasgada malla:
¡oh sólo de hombres digno y noble estado!
En este soneto irónico sobre la guerra, el estilo es sarcástico y sensorial —olores de azufre, sabores corruptos—, con un tema de desengaño heroico que transforma la batalla en farsa grotesca, un eco horaciano teñido de bilis renacentista.
“En fin, en fin, tras tanto andar muriendo…”
En fin, en fin, tras tanto andar muriendo,
tras tanto variar vida y destino,
tras tanto, de uno en otro desatino,
pensar todo apretar, nada cogiendo,tras tanto acá y allá yendo y viniendo,
cual sin aliento inútil peregrino,
¡oh, Dios!, tras tanto error del buen camino,
yo mismo de mi mal ministro siendo,hallo, en fin, que ser muerto en la memoria
del mundo es lo mejor que en él se asconde,
pues es la paga dél muerte y olvido,y en mi silencio, mi quietud, mi gloria
será que el alma, en su morada asconde
la luz que al mundo dio, y que en mí escondo.
En este soneto, donde prima la soledad, el estilo destila madurez estoica, con enumeraciones que miman el agotamiento vital y metáforas peregrinas; el tema, el triunfo de la introspección neoplatónica sobre el bullicio, ofrece un consuelo luminoso en la sombra del desengaño.
Soneto a Filis
¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando
en la lucha de amor juntos trabados
con lenguas, brazos, pies y encadenados
cual vid que entre el jazmín se va enredandoy que el vital aliento ambos tomando
en nuestros labios, de chupar cansados,
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y suspirar de cuando en cuando?Amor, mi Filis bella, que allá dentro
nuestras almas juntó, quiere en su fragua
los cuerpos ajuntar también tan fuerteque no pudiendo, como esponja el agua,
pasar del alma al dulce amado centro,
llora el velo mortal su avara suerte.
Con un estilo dialogado y táctil —enredos vegetales, alientos compartidos—, en este soneto toca el tema neoplatónico del eros frustrado: almas unidas, cuerpos traidores, un llanto que es puente entre lo carnal y lo eterno.
En suma, Aldana no fue un bardo de salones, sino un guerrero que forjó versos en el yunque del alma. Su poética, con sonetos como antorchas en la niebla, nos enseña que la verdadera batalla es la del espíritu, y que en el silencio postrero hallamos la luz.

Francisco de Figueroa
Imaginad a un poeta cruzando mares y fronteras con la espada al cinto, pero que en el fondo anhelaba la quietud de un prado y el eco de un amor imposible: ese era Francisco de Figueroa, el “Divino” que Italia le regaló a España, un renacentista de pluma fina y vida agitada. Nacido en Alcalá de Henares alrededor de 1530, en el seno de una familia humilde, estudió en su universidad natal bajo la tutela de humanistas como Ambrosio de Morales. Pronto, la aventura lo llamó y se alistó como soldado en Italia, donde dominó el toscano y se codeó con poetas y eruditos en Roma, Bolonia y Siena. Sirvió a diplomáticos españoles, viajó por Francia, Alemania, Flandes y Valencia, y en 1561 se convirtió en allegado de Felipe II. Tras casarse en 1575 con María de Vargas, se retiró a Alcalá, donde cultivó amistades literarias —como con Pedro Laínez y Miguel de Cervantes, quien lo inmortalizó como Tirsi en La Galatea (1585)—. Murió hacia 1588, ordenando supuestamente quemar sus manuscritos, pero su amigo Luis Tribaldos de Toledo los salvó y publicó en 1625 en Lisboa. Ediciones posteriores, como las de Ángel González Palencia (1943) o Christopher Maurer (1989), han pulido su legado, depurando atribuciones dudosas.
Su obra, un tesoro bilingüe en español e italiano, abarca unas sesenta piezas: canciones, elegías, glosas, epístolas y, sobre todo, sonetos que brillan como gemas. Destacan epístolas como la de 1560 a Morales sobre la pronunciación castellana, o el epitafio para Diego de Espinosa. Influido por Horacio, Petrarca y Garcilaso —a quien homenajea—, Figueroa fusiona clasicismo latino con petrarquismo italiano, teñido de neoplatonismo (eco de León Hebreo). Su poética es íntima y personal: un neoplatonismo que eleva el amor a lo espiritual, pero anclado en el dolor terrenal. Temas recurrentes: el amor desgraciado (a menudo hacia Fili, su musa italiana casada), la melancolía por la ausencia, la naturaleza como espejo del alma herida, y la pastoral como refugio idílico. Su estilo es refinado y culto, con versos fluidos, imágenes sensoriales (flores, lágrimas, prados) y un equilibrio entre pasión y contención que anticipa el Barroco, sin caer en excesos. Es una poesía de suspiros contenidos, donde el “yo” lírico se debate entre el gozo efímero y el desengaño eterno.
Y en esta poética, los sonetos son el corazón palpitante: catorce endecasílabos en rima abrazada (ABBA ABBA CDC DCD o variaciones), donde Figueroa alcanza la cima de la perfección formal y la intensidad lírica. Su estilo es garcilasiano puro —elegante, musical, con metáforas vegetales y acuáticas— pero con un toque personal de melancolía introspectiva, que transforma el petrarquismo en algo profundamente español. Temáticas: el amor como tormento (celos, ausencia, muerte), la belleza efímera de la naturaleza, y la elegía por héroes perdidos, todo con un tono estoico que invita a la reflexión. No son estallidos de pasión, sino gotas de rocío que destilan emoción. Veamos ejemplos que capturan su esencia:
Soneto a la muerte de Garcilaso de la Vega
¡Oh del árbol más alto y más hermoso,
Que produjo jamás fértil terreno,
Tierno pimpollo, ya de flores lleno,
Y a par de otra cualquier planta glorioso!El mismo viento airado y tempestuoso
Que tu tronco tan lejos del ameno
Patrio Tajo arrancó, por prado ajeno
Te deshojó con soplo presuroso:Y una misma también piadosa mano
Os traspasó en el cielo, a do las flores
De ambos han producido eterno fruto:No os llore como suele el mundo en vano,
Mas conságreos altar, ofrezca olores
Con voz alegre y con semblante enjuto.
Aquí, el estilo es exaltado y metafórico —el árbol como símbolo de grandeza vital—, con un tema de transitoriedad y eternidad: la muerte física da paso a la gloria celestial, un consuelo neoplatónico ante la pérdida.
Soneto a las lágrimas
Lágrimas que salís regando el seno
Por vuestra antigua exercitada via,
Seguras del temor justo que habia
A vos y á mis suspiros puesto el freno:Creced en rio tan profundo y lleno,
Quanto el dolor que el alma esconde y cria,
Por ver sembrada la esparanza mia
En glorioso, mas áspero terreno:Y aunque mil causas dolorosas mueven
El alma á tan amargo sentimiento,
Esta sola razon ha de causaros;Mas tan preciosas lágrimas no deben
Perderse así, ni desparcirse al viento
Tan gloriosos suspiros y tan caros.
El estilo es sensorial y reflexivo, con imágenes acuáticas que fluyen como el dolor; el tema, el sufrimiento amoroso como semilla de gloria, fusiona eros y ascetismo en un lamento precioso.
Soneto a Fili
Fili, yo llamo en testimonio al cielo,
Y si alguna Deidad tiene cuidado
De los amantes, que jamás menguado
Se vió mi amor, ni se verá mi duelo:Que si con ménos lágrimas, que suelo,
Algunas horas he, Fili, pasado:
No pienses que nació de haber hallado
Mi mal alivio, ó mi dolor consuelo:Sino de que ocupaba el pensamiento
En la dulce memoria de aquel dia,
En que ví florecida mi esperanza:Por probar si las fuerzas del tormento
Debían presto hallar tanta mudanza,
Las horas de mi vida acabaría.
Con un estilo dramático y dialogado, invoca al cielo como testigo; el tema, el amor inquebrantable ante la ausencia, evoca la nostalgia de un día feliz, teñida de presagio fatal.
Como veréis más adelante, Figueroa no fue un trueno literario como Lope, sino un viento sutil que mece las hojas del alma. Su poética, con sonetos como brújulas en la niebla del deseo, nos enseña que el verdadero divino reside en la delicadeza del sufrir.
Francisco de la Torre
Este poeta que escribía como si el mundo entero conspirara para guardar sus secretos: así era la esencia de Francisco de la Torre, una figura envuelta en niebla renacentista, tan misteriosa que parece salida de uno de sus propios versos. Nacido alrededor de 1534 en Torrelaguna (Madrid), aunque algunos eruditos como Antonio Alatorre sugieren un origen más exótico en Santa Fe de Bogotá, sea como fuere, el caso es que este licenciado en derecho canónico por la Universidad de Alcalá de Henares vivió una vida nómada y discreta. Estudió letras en España, se alistó como soldado en Italia —donde el sol petrarquista le iluminó la pluma— y, al regresar, tomó hábitos clericales, dedicándose a la oración y la poesía en la penumbra de los conventos. Murió en 1594, dejando un puñado de manuscritos que circularon como tesoros ocultos hasta su publicación póstuma en 1624, gracias al ojo avispado de Francisco de Quevedo, quien lo rescató del olvido para emparejarlo con fray Luis de León.
Su obra, recogida en Obras poéticas, es un jardín secreto de delicadeza: sonetos, canciones, églogas y endechas que suman poco más de un centenar de piezas, pero cada una brilla con la pureza de un diamante tallado a mano. De las églogas pastoriles como Bucólica del Tajo a las canciones emblemáticas —piensa en A la tórtola solitaria o A la cierva herida, donde animales heridos espejean el alma humana—, De la Torre cultiva un universo íntimo, influido por Garcilaso y los petrarquistas italianos. Pero es en su poética donde reside el hechizo: un neoplatonismo tierno y pagano, que eleva el amor imposible a un suspiro cósmico. Aquí, el eros se tiñe de melancolía existencial, la naturaleza es espejo del dolor, y la noche se convierte en aliada confidencial, un manto estrellado que oculta lágrimas y revela verdades. No hay estridencias culteranas; su estilo es cristalino, con un vocabulario fino como hilo de seda, ritmos que fluyen como un río sereno y una sensibilidad prerromántica que anticipa a Bécquer en su soledad doliente. Temas recurrentes: el vacío tras la ausencia de la amada (Filis, su musa casada al regreso del exilio italiano), la fugacidad del gozo y una ternura que roza lo místico, todo envuelto en una actitud estoica ante el destino cruel.
Y dentro de esta poética, los sonetos son las joyas más preciadas: catorce versos de perfección formal, donde la rima abrazada y el endecasílabo danzan con una intensidad lírica que eriza la piel. Su estilo es de exquisita hechura —imágenes sensoriales, personificaciones vivas y un equilibrio entre lo clásico y lo personal— que transforma el petrarquismo en algo profundamente español, con ecos horacianos y garcilasianos. Las temáticas giran en torno al amor desgraciado (esa “imposibilidad” que devora al yo lírico), la noche como refugio erótico y melancólico, y lo pastoral como alegoría de pureza herida. No son gritos de pasión, sino susurros que invitan al lector a inclinarse para escuchar. Tomemos algunos ejemplos:
Soneto a la noche
¡Cuántas veces te me has engalanado,
clara y amiga noche! ¡Cuántas, llena
de oscuridad y espanto, la serena
mansedumbre del cielo me has turbado!Estrellas hay que saben mi cuidado
y que se han regalado con mi pena;
que entre tanta beldad, la más ajena
de amor tiene su pecho enamorado.Ellas saben amar y saben ellas
que he contado su mal llorando el mío,
envuelto en los dobleces de tu manto.Tú, con mil ojos, noche, mis querellas
oye y esconde, pues mi amargo llanto
es fruto inútil que al amor envío.
Aquí, el estilo destila ternura melancólica: la noche se personifica como una amiga caprichosa, las estrellas como amantes solidarias, y el tema del amor frustrado se entreteje con la contemplación nocturna, creando un tapiz de pena compartida que alivia sin curar.
Soneto al silencio de la noche
Sigo, silencio, tu estrellado manto
de transparentes lumbres guarnecido,
enemiga del sol esclarecido,
ave nocturna de agorero canto.El falso mago amor con el encanto
de palabras quebradas por olvido
convirtió mi razón y mi sentido;
mi cuerpo no, por deshacelle en llanto.Tú, que sabes mi mal, y tú, que fuiste
la ocasión principal de mi tormento,
por quien fui venturoso y desdichado,oye tú solo mi dolor, que al triste
a quien persigue cielo violento
no le está bien que sepa su cuidado.
El estilo es introspectivo y elegante, con metáforas aviarias (el silencio como “ave nocturna”) que evocan un vuelo errante del alma; el tema, el tormento amoroso como secreto nocturno, subraya esa delicadeza que hace de De la Torre un puente entre el Renacimiento y lo moderno.
Soneto a la ninfa
Bella es mi ninfa, si los lazos de oro
al apacible viento desordena;
bella, si de sus ojos enajena
el altivo desdén que siempre lloro.Bella, si con la luz que sola adoro
la tempestad del viento y mar serena;
bella, si a la dureza de mi pena
vuelve las gracias del celeste coro.Bella si mansa, bella si terrible;
bella si cruda, bella esquiva y bella
si vuelve grave aquella luz del cielo,cuya beldad humana y apacible
ni se puede saber lo que es sin vella
ni, vista, entenderá lo que es el suelo.
Con un estilo de enumeración hiperbólica, celebra la ninfa como fuerza natural ambivalente —mansa o terrible—, fusionando amor cortés con ecos virgilianos, y tocando el tema de la beldad inalcanzable que desarma al mundo.
En fin, Francisco de la Torre no fue un volcán como Góngora, sino un río subterráneo que nutre en silencio. Su poética, con esos sonetos como faros en la bruma, nos recuerda que la verdadera grandeza lírica nace del dolor callado, y que en la noche de sus palabras aún hoy encontramos consuelo.

Fray Luis de León
Seguro que habréis oído hablar de aquel fraile erudito que, con la Biblia en una mano y Horacio en la otra, transformó cinco años de encierro inquisitorial en versos que destilan paz cósmica: ese fue Fray Luis de León, el humanista salmantino que hizo de la poesía un puente entre el Renacimiento y la mística. Nacido en 1527 o 1528 en Belmonte (Cuenca), de familia judeoconversa, entró a los 14 años en la Orden de Agustinos en Salamanca, donde se doctoró en Teología y brilló como catedrático de Santo Tomás (1561) y Sagrada Escritura (1579). Su vida fue un torbellino intelectual: defendió el texto hebreo de la Biblia, tradujo el Cantar de los Cantares al castellano —lo que le valió la cárcel de la Inquisición de 1572 a 1576 por supuesta herejía—, y al salir, retomó su clase con el legendario “Decíamos ayer…”. Contribuyó a la reforma del calendario gregoriano, fue provincial de su orden y murió en 1591 en Madrigal de las Altas Torres, dejando un legado de rigor teológico y lirismo sereno. Su poesía, unos 37 poemas originales más traducciones, circuló en manuscritos y se publicó póstumamente en 1631 gracias a Francisco de Quevedo, quien la emparejó con la de Francisco de la Torre.
Su obra es un díptico de prosa y verso: en prosa, tratados como De los nombres de Cristo (1583, diálogo sobre epítetos bíblicos de Jesús), La perfecta casada (1583, guía moral para mujeres basada en Proverbios) y comentarios al Libro de Job o Cantar de los Cantares; en latín, exégesis teológicas. Pero su poesía es el alma: odas, canciones y sonetos influenciados por Garcilaso (liras), Horacio (beatus ille), Virgilio (pastoral) y la Biblia (Salmos, Job). Temas centrales: el anhelo de retiro rural para hallar paz espiritual, la armonía del universo como reflejo divino, la noche como espacio contemplativo y la moral estoica ante la vanidad mundana. Su poética es ascética y humanista: versos naturales, musicales, con ritmo variado (liras para fluidez, endecasílabos para profundidad), imágenes sensoriales (naturaleza, cielo, música) y un tono sereno que oculta vehemencia, fusionando paganismo clásico con devoción cristiana en un neoplatonismo que eleva el alma hacia lo eterno.
Y dentro de esta poética, los sonetos —aunque escasos, solo cinco atribuidos con certeza— son perlas concentradas: catorce endecasílabos en rima abrazada (ABBA ABBA CDC DCD), donde el estilo es elegante y sobrio, con metáforas luminosas y un equilibrio entre pasión contenida y reflexión filosófica, anticipando el Barroco en su tensión interna. Temáticas: el amor divino o humano como ascenso espiritual, el desengaño ante lo efímero, la gracia como sostén y la contemplación mística, todo con un pulso introspectivo que invita al lector a elevarse. No son efusiones románticas, sino meditaciones que destilan sabiduría teológica en forma lírica. Entre ellos destacamos:
“Agora con la aurora se levanta”,
Agora con la aurora se levanta
mi Luz; agora coge en rico nudo
el hermoso cabello; agora el crudo
pecho ciñe con oro y la garganta;agora, vuelta al cielo, pura y santa,
las manos y ojos bellos alza, y pudo
dolerse agora de mi mal agudo;
agora incomparable tañe y canta.Así digo y del dulce error llevado
presente ante mis ojos la imagino
y lleno de humildad y amor la adoro;más luego vuelve en sí el engañado
ánimo y, conociendo el desatino,
la rienda suelta largamente al lloro.
Este poema es un lamento amoroso con ecos neoplatónicos, donde el amante imagina a su amada en un ritual matutino que mezcla belleza terrenal y divino error. El estilo es sensorial y dinámico, con anáforas (“agora”) que miman el flujo del tiempo; el tema, el engaño dulce del amor imposible, resuelto en llanto catártico, refleja la dualidad entre ilusión y realidad espiritual.
“Amor casi de un vuelo me ha encumbrado”,
Amor casi de un vuelo me ha encumbrado
adonde no llegó ni el pensamiento;
mas toda esta grandeza de contento
me turba, y entristece este cuidado,que temo que no venga derrocado
al suelo por faltarle fundamento;
que lo que en breve sube en alto asiento,
suele desfallecer apresurado.Mas luego me consuela y asegura
el ver que soy, señora ilustre, obra
de vuestra sola gracia, y que en vos fío:porque conservaréis vuestra hechura,
mis faltas supliréis con vuestra sobra,
y vuestro bien hará durable el mío.
En este soneto el ascenso amoroso se tiñe de temor existencial, consolado por la gracia divina, con estilo reflexivo y metafórico (vuelo como elevación espiritual), toca el tema del desengaño y la dependencia de lo divino, fusionando eros y agape en un equilibrio estoico.
Ciertamente, Fray Luis de León no fue un poeta prolífico como San Juan, sino un sabio que destiló esencia en cada verso. Su poética, con sonetos como ventanas al infinito, nos recuerda que la verdadera libertad nace del retiro interior, y que en su armonía cósmica aún hoy encontramos eco para el alma inquieta.
Un pensamiento en “Catorce versos VII: El Renacimiento español (Cuarta parte)”