A finales de enero de 1939 Antonio Machado deja Barcelona ante la inminente ocupación de las tropas franquistas. Junto a su anciana madre se embarca en la aventura de un exilio fugaz, pero eterno. El día 28 de enero llega a Collioure, un municipio rosellonés rodeado de pequeñas colinas en cuyas laderas descansan sus edificios abriéndose hacia las cristalinas aguas del Mediterráneo. Allí morirá el 22 de febrero, tres días antes que su madre.
Sus restos mortales recibieron sepultura en Collioure bajo el manto de una bandera republicana. Allí siguen, y allí deben seguir, sin ser nunca repatriados, porque simbolizan la derrota, el sufrimiento, el exilio y la muerte de miles de españoles cuyo único delito fue respaldar la democracia. Que el poeta más citado y estudiado del siglo XX en España descanse en tierras francesas es triste, sin duda, porque simboliza el odio por lo propio que parece inherente al ser español. “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”, decía Machado a ese españolito recién nacido, le faltó decirle que a la otra tendría que odiarla. De aquí los problemas que hemos tenido. Fuimos en aquellos años un país un país de charanga y pandereta, devoto de Frascuelo y de María, lo fuimos también durante la Guerra y el Franquismo, y lo seguimos siendo hoy en día. Solo hace falta abrir un diario para comprobarlo. Y la tumba de Machado simboliza en silencio todo esto, callada e impasible habla más que muchos.
Su presencia en Collioure otorga al pequeño pueblo marítimo un aura especial para la creación. Muchos son los versos que se han escrito desde allí. No es nada romántico, espectral, sino un hecho conmemorativo a la memoria del autor de Campos de Castilla, a aquella memoria a la que él no renunció en esos últimos días: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Aquí dejó escrito su deseo de recordar, y a él se han acogido otros muchos poetas.
Joan Manuel Serrat le dedica una emocionante canción titulada “En Collioure”, en la que relata la marcha hacia el exilio hasta llegar a orillas del mar, donde una “gruesa losa gris / vela el sueño del hermano”:
Miguel d’Ors le dedica un poema de carácter biográfico. En él hace un repaso de la vida de Machado, desde su infancia en Sevilla hasta su llegada a Francia, con el fantasma de la muerte, en este caso simbolizada por Collioure, presente en cada una de las etapas, aunque solo se materialice cuando el destino lo tiene marcado.
Fatum De Miguel d'Ors Ese niño que llega, cartera remolona, botines desatados, al colegio de Sánchez no sabe que sus pasos felices por Sevilla -luz, patios, calles, cales- le acercan a Collioure. París, rue Vaugirard. Ese muchacho gris y desmadejado que avanza hacia el otoño verleniano del hondo Jardín de Luxemburgo no sabe que camina hacia Collioure. Por la alameda de oro -Soria pura-, lentos enamorados demorándose, mirándose en el Duero -Soria pura-. La novia, con manos inocentes, sacude la ceniza -tiza acaso- del hombro del poeta, que no sabe que tan dulces senderos le llevan a Collioure. El señor que, enlutado como un cirio, con su bastón y pasos soñolientos -domingo provincial- sube a los olivares de Baeza no sabe que sube hacia Collioure. El viejo arrebujado en sus recuerdos que mira cómo pasan, vertiginosos, los naranjos por la ventana del coche, y los aspira -Levante azul-, no sabe que por aquella ruta de flores y palomas y muchachas se está acercando a Collioure. Un súbito frenazo, la puerta abierta, el frío látigo de la lluvia. Sale a la noche y anda entre voces anónimas, oscuras, y olor a bajamar. La lluvia. Unas preguntas francesas, tan extrañas como un sueño, la lluvia, los papeles, la lluvia, los gendarmes mojados alzando la cadena fronteriza. Igual que un sueño todo. Francia, ya clareando, y aquel cartel: «COLLIOURE», nombre jamás oído. No sabe que allí estaba, desde siempre, esperándole su muerte.
“La memoria no reivindica espacios / exige y reclama el tiempo”, nos dice el hablante lírico del poema de Antonio M. Herrera. Collioure deja de ser un pueblecito francés para convertirse en “La urna de ceniza enajenada de España”, se establece como un centro desde el que recordar esa “historia tricolor”. Todo ello alrededor de la tumba de Machado, “sepultado en el silencio de una losa” que no calla, que todavía tiene mucho que decir.
Collioure de Antonio M. Herrera Collioure no es solo un pueblito francés arrimado al mar travieso, salpicado de yodo y de fauvismo, escondido tras un fiero castillo que taja olas y peinado de olivos y de vides. Es la urna de ceniza enajenada de España. La memoria de un espanto, jamás asimilado, sepultado en el silencio de una losa entre plátanos y cipreses. Allí hay una tumba, cuerpo e idea, que soporta el estiaje de una historia tricolor. La memoria no reivindica espacios, exige y reclama el tiempo. Y conoce y mantiene y no olvida. Con los párpados caídos, no sumisos, con la vida rota en la palabra. La memoria no acepta la muerte. Vive temblando, exudando el pus de una infamia. Protesta como una injusta fiebre que reivindica el antídoto. La historia se sienta ante esta tumba que va adquiriendo la arruga del musgo pertinaz y a su sombra sabemos que a la razón podrá ponérsele una venda pero no una mordaza. Las flores y los versos testifican. Por eso, en Collioure, la gentil villa que se encara a migjorns y a marinades, se mantienen flotando, en la escasa riera que acaba en las olas, las gaviotas y los patos. Ellos saben. Y esperan.
Luis García Montero realiza un poema fiel a su poética: narra una experiencia, ficticia o no pero siempre subjetivizada y nunca cuestionadora del lugar en el mundo del lector. En este caso cuenta su llegada a la tumba de Machado junto al poeta español Ángel González. Collioure es un lugar sagrado que “permite vivir una historia de todos en primera persona”, es decir, un lugar social que se convierte en disparador de la memoria republicana: “Aquello que perdimos una vez […] descansa hoy desnudo / en la tumba de un poeta”.
Collioure de Luis García Montero Un rincón en el mundo Detrás de una frontera, O detrás de los años y los amaneceres Con la esquina doblada Como la página de un libro, O detrás de las curvas de una guerra. Se conmueve el camino a la orilla del mar. Parece un látigo en el aire De febrero lluvioso. Cuando baja del coche, Angel González duda, Pone sus pies heridos en la historia Y sube muy despacio, Entre muros franceses Y casas repintadas con el azul de los veranos, hasta llegar al cementerio. Lo que nos trae aquí, No es el sol de la infancia. Los lugares sagrados nos permiten vivir Una historia de todos en primera persona. Las flores de la tumba de Machado Imitan el color de una bandera Sagrada por mandato De mi melancolía. Aquello que perdimos una vez, Y el frío de las manos, la palabra en el tiempo, El dolor de las vidas que se cortan En el cristal de los destinos rotos, Descansa hoy, casi desnudo, En una tumba de poeta. ¿Cuándo llegamos a Sevilla?, preguntaba su madre al entrar en Colliure. Qué difícil la suerte De los pueblos que viven protegidos Por la misericordia de un poema. Qué difícil la última soledad de Machado. La luna llega al mar, El mar llega a Sevilla, Nosotros a un recuerdo Y a esta pálida, Desarmada emoción De compartir una derrota.
Por último, en el poema de Ángel González el hablante lírico narra desde un “Aquí” localizado en Collioure: “a orillas de Francia / en donde Cataluña no muere todavía”. Allí está Machado “abandonado / y liberado a un tiempo / de una patria sombría e inclemente”. Aparece la unión con el presente del yo lírico que ve pasar trenes atestados de españoles que quieren trabajar en Francia, un hecho que fue una constante durante décadas y que puede unirlo con la situación actual. Ángel González podría haberlo escrito hoy. En este caso no hay esperanza al final, solo muerte: “como borrará un día mis palabras / que la repiten siempre tercas, roncas”.
Camposanto en Collioure de Ángel González Aquí paz, y después gloria. Aquí, a orillas de Francia, en donde Cataluña no muere todavía y prolonga en carteles de «Toros à Ceret» y de «Flamenco's Show» esa curiosa España de las ganaderías de reses bravas y de juergas sórdidas, reposa un español bajo una losa: paz y después gloria. Dramático destino, triste suerte morir aquí —paz y después...— perdido, abandonado y liberado a un tiempo (ya sin tiempo) de una patria sombría e inclemente. Sí; después gloria. Al final del verano, por las proximidades pasan trenes nocturnos, subrepticios, rebosantes de humana mercancía: manos de obra barata, ejército vencido por el hambre —paz...—, otra vez desbandada de españoles cruzando la frontera, derrotados —...sin gloria. Se paga con la muerte o con la vida, pero se paga siempre una derrota. ¿Qué precio es el peor? Me lo pregunto y no sé qué pensar ante esta tumba, ante esta paz —«Casino de Canet: spanish gipsy dancers», rumor de trenes, hojas...—, ante la gloria ésta —...de reseco laurel— que yace aquí, abatida bajo el ciprés erguido, igual que una bandera al pie de un mástil. Quisiera, a veces, que borrase el tiempo los nombres y los hechos de esta historia como borrará un día mis palabras que la repiten siempre tercas, roncas.
Collioure es, por tanto, un trozo de una España cruel y represiva que no debe caer en el olvido. Que la tumba de Machado esté en Francia es significativo del maltrato hacia lo propio que ha marcado gran parte de nuestra historia. El gran poeta español murió en el exilio por culpa de los que pocos años después tuvieron la cara dura de reclamarlo como emblema de la cultura. No hay más que decir, los hechos, hoy silenciosos, hablan por sí mismos. Igual que el silencio de la tumba de Antonio Machado.