El viaje definitivo, de Juan Ramón Jiménez

Un artículo de Raúl Molina

… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará "nostáljico"…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.

En 1956 sonó el teléfono de Juan Ramón Jiménez en su casa de San Juan (Puerto Rico). Llamaban de la Academia Sueca para decirle que acababan de otorgarle el Premio Nobel de Literatura “por su poesía lírica, que en idioma español constituye un ejemplo de elevado espíritu y pureza artística”. Sin embargo, poco pudo durarle la alegría al poeta de Moguer, exiliado desde 1939, pues apenas tres días después falleció su mujer y compañera de vida Zenobia Camprubí.

Es imposible comprender la poesía del siglo XX en España sin tener en cuenta el rol de Juan Ramón Jiménez. Primero, fue el puente entre el Modernismo latinoamericano de Rubén Darío y la Península; después, fue el más relevante cultivador de la poesía pura, esto es, aquella que se fundamentaba en la búsqueda de la belleza a través de una palabra desnuda, exacta y concisa; más tarde, fue maestro de la Generación del 27 (de Lorca, de Aleixandre, de Salinas, de Alberti, y de tantos otros), no tanto en lo referente a los modelos literarios, sino como padre intelectual o abrigo bajo el cual todos aprendieron. A pesar de todo, y como suele ocurrir con los grandes iconos, fue después duramente criticado pues, al fin y al cabo, en el mundillo poético suele ser necesario matar al padre: en los años treinta, con la Guerra Civil en el horizonte y con una intelectualidad cada vez más comprometida con las problemáticas sociales, la poesía juanramoniana, que seguía defendiendo el papel del arte por el arte, es decir, del escritor aislado del mundanal ruido en su torre de marfil, tenía los días contados. Era complejo fusionar las luchas, las revueltas y la creciente politización con el recogimiento juanramoniano más purista: en aquel momento, la poesía debía bajar a la calle, a la suciedad y a la impureza (que diría Neruda en su manifiesto de Caballo verde para la poesía), y los versos de Juan Ramón Jiménez fueron incapaces de transitar estos nuevos espacios. Luego llegó el exilio: Miami, Washington y San Juan (Puerto Rico), donde murió en 1958. Juan Ramón Jiménez, como tantos otros y otras, nunca volvió a pisar España en vida. Hoy, sus restos mortales descansan en su Moguer natal, que fue siempre referencia lejana en su poesía: la tierra estimada a la que de alguna forma supo que nunca volvería.

Juan Ramón, que se había trasladado a Madrid en 1900, donde publicó sus primeros libros (Ninfeas, Almas de violetas y Arias tristes), tuvo que volver a Moguer en 1905 a causa de los problemas económicos. En este rincón de Huelva cercano a las Minas de Riotinto vivió una explosión creativa en la que escribió, entre otros, La soledad sonora o Poemas agrestes. A este último pertenece su famoso poema “El viaje definitivo” que es, a grandes rasgos, un canto al paso del tiempo, cuyos versos de apertura son historia de la poesía española: “…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”. En una honda reflexión sobre la vida, el poeta observa el imparable caer de las horas de un mundo que le ha visto crecer y que le sobrevivirá tras su muerte: “y se quedará mi huerto, con su verde árbol, / y con su pozo blanco. // Todas las tardes, el cielo será azul y plácido; / y tocarán, como esta tarde están tocando, / las campanas del campanario”. Sabe bien Juan Ramón que todos marcharán y que a pesar de todo Moguer (el mundo, en definitiva) seguirá rodando como siempre lo ha hecho: “Se morirán aquellos que me amaron; y el pueblo se hará nuevo cada año; / y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado, / mi espíritu errará nostáljico…”. Es este un poema de un lenguaje exacto, atento a los detalles de nuestro pasajero deambular por el mundo cuyos versos, hacia el final, vuelven la vista atrás, en una suerte de eterno retorno que resuena como un eco en la mente del lector: “Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol; verde, sin poco blanco, / sin cielo azul y plácido… / Y se quedarán los pájaros cantando”. Melancolía, quizás, pero, sobre todo, imagen de lo inevitable.

“El viaje definitivo” es tan solo una pequeña muestra que recoge buena parte de la poética que trabajó Juan Ramón Jiménez en su primera época de creación literaria. El poeta, todavía un joven moguereño a quien el destino lo llevaría lejos de su tierra natal muy a su pesar, ya era capaz en 1910-1911 de componer en un lenguaje maduro, que aunaba los tintes modernistas de Darío con el simbolismo francés de Verlaine, Rimbaud o Mallarmé y con el parnasianismo de Leconte de Lisme o Prudhomme. Una poesía esta, en definitiva, que dialogó con la obra de otro ilustre andaluz contemporáneo, Antonio Machado y, principalmente, con la del maestro galo Paul Valéry y con la del poeta irlandés W.B. Yeats: “Vino, primero, pura / vestida de inocencia. / Y la amé como un niño”, afirmaba Juan Ramón; “Porque más resolución hay / en andar desnudo”, dejó escrito Yeats. En este sentido, el pensamiento poético de Antonio Machado y de Juan Ramón Jiménez contribuiría a modelar el futuro de la poesía española: en este país, se es de Garcilaso o de Góngora, de Lope o de Cervantes, así como también se es de Juan Ramón o de Machado (con el permiso, por supuesto, de Lorca). La obra del poeta de Moguer evolucionaría en los años siguientes, pero “El viaje definitivo” es y será siempre un pequeño, pero muy importante hito de la historia de la literatura española. Nosotros nos iremos, sí, como se fue Juan Ramón, pero siempre quedarán el huerto, el pozo blanco y, por supuesto, la voz de los maestros.

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