En esta ocasión he querido traeros un pequeño poema de un gran poeta. El viernes 20 de abril se cumplieron veinte años sin Octavio Paz, el hombre de miradas claras y palabras con luz. El mexicano universal que regalaba luciérnagas en sus libros y calmas de cálido viento en sus silencios. Uno de esos escasos seres humanos que, a pesar de todo, creyeron en el mundo y en la amabilidad. Uno de esos escasos políticos capaces de renunciar a su puesto como protesta ante la masacre de Tlatelolco perpetrada por su propio gobierno, o capaz de denunciar las violaciones de los derechos humanos consumadas por quienes decían tener su misma ideología. Un hombre íntegro a quien nunca le perdonaron esa integridad. Octavio Paz, poeta, ensayista y diplomático mexicano considerado uno de los escritores más importantes del siglo XX, como así se le reconoció con el Premio Nobel de Literatura en 1990.
William Carlos Williams afirmaba que “nunca deberíamos explicar un poema, pero de todos modos ayuda”. Es cierto. El poema siempre es un acto único. Ya jamás será el mismo en las diferentes lecturas pues, cuando lo declamamos, lo hacemos nuestro y es diferente. Pero todo poema está ahí para capturarlo e interpretarlo desde nuestra particular perspectiva y, por ello, voy a atreverme con…
EL PÁJARO Un silencio de aire, luz y cielo. En el silencio transparente el día reposaba: la transparencia del espacio era la transparencia del silencio. La inmóvil luz del cielo sosegaba el crecimiento de las yerbas. Los bichos de la tierra, entre las piedras, bajo la luz idéntica, eran piedras. El tiempo en el minuto se saciaba. En la quietud absorta se consumaba el mediodía. Y un pájaro cantó, delgada flecha. Pecho de plata herido vibró el cielo, se movieron las hojas, las yerbas despertaron ... Y sentí que la muerte era una flecha que no se sabe quién dispara y en abrir los ojos nos morimos.
Lo primero que se me vino a la cabeza al leerlo fue la imagen de un luminoso mediodía de verano, aunque en el poema no se diga nada de calores. Uno de esos instantes en que todo permanece en calma y todo parece en su sitio, sin perturbación alguna, solo tranquilidad, sosiego, paz… hasta que logras despegar de las cadenas que vas arrastrando de forma cotidiana y tienes la sensación de haber conectado con la naturaleza que te rodea. Formas parte de ella… “Un silencio de aire, luz y cielo”.
Todo es etéreo, intangible, invisible: “En el silencio transparente // el día reposaba: // la transparencia del espacio // era la transparencia del silencio”. Nada hay que te pese, nada te subyuga ni te impide ver más allá. Y todo movimiento se hace con calma: “La inmóvil luz del cielo sosegaba // el crecimiento de las yerbas”. Se podría decir que eres capaz de ver cómo crecen esas hierbas, el latido de las hojas, los seres que se mimetizan con el entorno: “Los bichos de la tierra, entre las piedras, // bajo la luz idéntica, eran piedras”. Y hasta el tiempo se detiene: “El tiempo en el minuto se saciaba”. Con un minuto ya tiene suficiente, un minuto eterno, en el que nada muda, en el que nada cambia, donde todo: el aire, la luz y el cielo se funden para realizar su creación repetida: “En la quietud absorta //
se consumaba el mediodía”.
Pero, de pronto, cuando más ensimismado estás en dejarte llevar, en no pensar en nada, algo ocurre: “Y un pájaro cantó, delgada flecha”. Y esa flecha que es su trino parte veloz hacia el universo y rompe la magia del silencio y todo vuelve a su rutina: “Pecho de plata herido vibró el cielo, // se movieron las hojas, // las yerbas despertaron … Y regresas a tus pensamientos, a tus preocupaciones, a tus cadenas: “Y sentí que la muerte era una flecha // que no se sabe quién dispara // y en abrir los ojos nos morimos”.
“¿Qué es la vida sino un sueño?”, se preguntaba Segismundo en la inmortal obra de Calderón, y eso es lo que Octavio Paz nos explica en su poema. Tal vez despertar sea morir, y la flecha que nos hiere sea la misma que rompe el silencio, en este caso, el trino de un pájaro, en otro momento, no se sabe… Consumimos el tiempo como si fuera infinito, lo malgastamos como moneda barata, y nos olvidamos de dejarnos acariciar por la luz, nos olvidamos de sentir crecer la yerba, de oler las fragancias del tiempo, de escuchar los latidos de la sangre, nos olvidamos de vivir.