Al presenciar las noticias sobre la muerte de Fidel Castro y su posterior sepelio en el famoso Cementerio de Santa Ifigenia, situado en la ciudad de Santiago de Cuba, junto a la tumba de José Martí, me vino a la memoria una de esas pequeñas y entrañables historias de amor, más propias de la ficción que de la realidad, que tiene como protagonistas a este gran poeta y nacionalista cubano y a una jovencita guatemalteca, María García Granados y Saborio.
José Martí nació en La Habana en el año 1853, en el seno de una familia de origen español (su padre era valenciano y la madre tinerfeña) y, a pesar de los escasos recursos económicos del hogar, cursó estudios secundarios en Cuba, bajo la tutela del poeta Rafael María de Mendive, y universitarios en Madrid y Zaragoza, en cuya Universidad se licenció en Derecho, al ser deportado a España por sus actividades revolucionarias y nacionalistas en la isla. Sin embargo, Martí tenía un gran afecto por España, pero no entendía ni aprobaba la política de la metrópoli sobre la colonia.
Terminados los estudios, Martí viajó por varios países de Europa y América, residiendo en México, donde se casó con, la también cubana, Carmen Sayes Bazán, hasta la conclusión de la Guerra de los Diez Años, tras la cual pudo volver a la isla, aunque pronto tornó a ser deportado por las autoridades y se instaló en Nueva York hasta 1892, cuando regresó para ponerse al frente de la lucha por la independencia de Cuba, en cuya guerra cayó muerto, tras una emboscada de las tropas españolas, a la edad de cuarenta y dos años, pasando a formar parte del Olimpo de héroes de la emancipación hispanoamericana.
Aunque José Martí escribió mucho sobre política e ideologías, literariamente es más conocido por su producción poética, la cual, por su estética y contenido, se puede englobar dentro del Modernismo literario hispanoamericano. Además de los poemas dispersos en diversas hojas sueltas o publicados en algunos semanarios, tres son las publicaciones que engloban su creación: Versos libres, escrita entre 1878 y 1882, aunque publicada póstumamente; Ismaelillo, de 1882, libro dedicado a su hijo y donde se destaca claramente la forma sobre el contenido, y Versos sencillos, con creaciones de corte popular y claramente modernistas de las que se extrajeron varias estrofas de diferentes poemas para crear la conocida canción de Guantanamera, de la que os ofrecemos una versión de las muchas que existen:
Yo soy un hombre sincero
de donde crece la palma
y antes de morirme quiero
echar mis versos del alma.
… …
No me pongan en lo oscuro
a morir como un traidor:
¡Yo soy bueno, y como bueno,
moriré de cara al sol.
… …
Con los pobres de la tierra,
quiero yo mi suerte echar.
El arroyo de la sierra,
me complace más que el mar.
… …
Tiene el leopardo un abrigo
en su monte seco y pardo:
yo tengo más que el leopardo
porque tengo un amigo.
Y precisamente en este último libro aparece el poema que hace referencia a la leyenda de La Niña de Guatemala:
José Martí continuaba su deambular por diferentes países de Europa y América buscando apoyos para su causa independentista y, por añadidura, algún trabajo esporádico con que sanear su maltrecha economía, y en este andar errante, tras un viaje de varios días entre selvas tropicales y ríos como mares, llegó el poeta audaz de fantasía ardiente, procedente de México, de donde tuvo que huir tras el golpe de estado de Porfirio Díaz, a la Ciudad de Guatemala, capital del joven estado del mismo nombre, con la fresca edad de veinticuatro años. No se imaginaba que, en esta exuberante tierra de Quiché, entre sus gentes sencillas, los hombres de los magueyes y del maíz, hallaría Martí la inspiración que le llevaría a producir sus mejores poemas.
Pronto, gracias a su éxito por tierras aztecas como periodista y escritor, consigue trabajo como docente en la universidad y en la Academia de Niñas de Centroamérica, dirigida por la también cubana Margarita Izaguirre, y desplegando en su tarea un sentimiento de justicia en favor de la mujer guatemalteca: “de andar indolente, de miradas castas, vestidas como las mujeres del pueblo, – con las trenzas tendidas sobre el manto, que ellas llaman pañolón; la mano ociosa contando a las puntas flotantes del manto los goces infantiles o las primeras penas de su dueña.” Y entre sus discípulas se encontraba María García Granados.
María, hija del expresidente de la República de Guatemala y líder de la revolución liberal, el General Miguel García Granados, “era una muchacha de diecisiete años, alta, esbelta y airosa: su cabello negro como el ébano, abundante, crespo y suave como la seda; su rostro, sin ser soberanamente bello, era dulce y simpático; sus ojos profundamente negros y melancólicos, velados por pestañas largas, revelaban una exquisita sensibilidad. Su voz era apacible y armoniosa, y sus maneras tan afables, que no era posible tratarla sin amarla. Tocaba el piano admirablemente, y cuando su mano resbalaba con cierto abandono por el teclado, sabía sacar de él notas que parecían salir de su alma y pasaban a impresionar el alma de sus oyentes.”
José María Izaguirre, autor de la descripción anterior, cubano residente en Guatemala y director del Instituto Nacional Centras para Varones donde Martí ejerció como profesor de Literatura y de Ejercicios de Composición, organizaba frecuentes veladas literarias en su hogar y, en una de ellas, conoció José Martí a María de García Granados, aunque hay otra versión de este hecho que asegura que este primer encuentro ocurrió en una fiesta de disfraces en la misma casa de García Granados cuando, acompañado de M.B. Martínez, vieron llegar a dos hermosas señoritas y Martí preguntó quién era la que iba vestida de egipcia, y Martínez se la presentó. Recordando aquel momento, el poeta escribió:
Si en la fiesta teatral – corrido el velo –
desciende la revuelta escalinata,
su pie semeja cisne pequeñuelo
que el seno muestra de luciente plata.
Quisiera el bardo, cuando el sol la mece,
colgarle al cuello esclavo los amores;
¡si se yergue de súbito, parece
que la tierra se va a cubrir de flores!
¡Oh! Cada vez que a la mujer hermosa
con fraternal amor habla el proscripto,
duerme soñando en la palmera airosa,
novia del Sol en el ardiente Egipto.
Amo el bello desorden, muy más bello
desde que tú, la espléndida María,
tendiste en tus espaldas el cabello.
¡Como una palma al destocarse haría!
Desempolvo el laúd, beso tu mano
y a ti va alegre mi canción de hermano.
¡Cuán otro el canto fuera
si en hebras de tu trenza se tañera!
Pronto se hizo amigo de la familia y comenzó a asistir a las tertulias familiares del General, jugando largas partidas de ajedrez con el padre de la muchacha o deleitándose con las interpretaciones pianísticas de ella y, poco a poco, se fue trenzando entre ellos una complicidad sentimental que irá más allá de la pura amistad, sin embargo, Martí no quiere crearle ilusiones y le comunica que él está comprometido con otra mujer, Carmen Zayas Bazán, a quien el poeta había dedicado estos versos:
El infeliz que la manera ignore
de alzarse bien y caminar con brío,
de una virgen celeste se enamore
y arda en su pecho el esplendor del mío.
Es tan bella mi Carmen, es tan bella,
que si el cielo la atmósfera vacía
dejase de su luz, dice una estrella
que en el alma de Carmen la hallaría.
Y se acerca lo humano a lo divino
con semejanza tal cuando me besa,
que en brazos de un espacio me reclino
que en los confines de otro mundo cesa.
Entre José y María había una diferencia de ocho años, pero una gran atracción que no sólo se basaba en lo espiritual, y eso dolía, dolía por la palabra dada que impedía aquella relación y que la marginaba a la simple categoría de una amistad forzada y un amor imposible. Poco antes de volverse a México para contraer matrimonio con Carmen, Martí dedicó estos versos a María:
Terrestre enfermo, que a sus solas llora
el furor de los hombres, la extrañeza
de su comercio brusco, y su odiadora
feral naturaleza, -
siento una luz que me parece estrella,
oigo una voz que suena a melodía,
y alzarse miro a una gentil doncella,
tan púdica, tan bella
que se llama - ¡María!
Regreso Martí a Guatemala, ahora felizmente casado, y dejó de visitar la casa de María, como indicó en su momento su amigo José María Izaguirre: “Cuando Martí regresó con Carmen no fue más a casa del general, pero el sentimiento se había arraigado profundamente en el alma de María, y no era ella del temple de las que olvidan. Su pasión se encerraba en este dilema: verse satisfecha, o morir. No pudiendo verificarse lo primero, le quedaba el otro recurso. En efecto, su naturaleza se resintió del golpe, fue decayendo paulatinamente, un suspiro continuo la consumía y, a pesar de los cuidados de la familia y los esfuerzos de la ciencia, después de estar algunos días en cama sin exhalar una queja, su vida se extinguió como el perfume de un lirio.” Así que ella decidió enviarle un mensaje:
«Hace seis días que llegaste a Guatemala, y no has venido a verme. ¿Por qué eludes tu visita? Yo no tengo resentimiento contigo, porque tú siempre me hablaste con sinceridad respecto a tu situación moral de compromiso de matrimonio con la señorita Zayas Bazán. Te suplico que vengas pronto.
Tu Niña”
Pero él nunca más volvió a verla con vida. El 10 de mayo de 1878 murió María García Granados, según el comunicado oficial, de una complicación vías respiratorias a causa del frío, según otros, por suicidio, ahogada en el río, pero José Martí, quien al enterarse de lo ocurrido acudió presto a su casa para darle el último adiós lleno de remordimientos, aseguraba que de amor, y por ello le escribió este poema IX como epitafio que la encumbró a leyenda de la literatura universal:
Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.
Eran de lirios los ramos;
y las orlas de reseda
y de jazmín; la enterramos
en una caja de seda...
Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor;
él volvió, volvió casado;
ella se murió de amor.
Iban cargándola en andas
obispos y embajadores;
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores...
Ella, por volverlo a ver,
salió a verlo al mirador;
él volvió con su mujer,
ella se murió de amor.
Como de bronce candente,
al beso de despedida,
era su frente -¡la frente
que más he amado en mi vida!...
Se entró de tarde en el río,
la sacó muerta el doctor;
dicen que murió de frío,
yo sé que murió de amor.
Allí, en la bóveda helada,
la pusieron en dos bancos:
besé su mano afilada,
besé sus zapatos blancos.
Callado, al oscurecer,
me llamó el enterrador;
nunca más he vuelto a ver
a la que murió de amor.
Poco tiempo después marcharon José y Carmen de Guatemala para no volver, pero su matrimonio no iba a durar mucho, y a causa de sus diferencias políticas, Carmen lo abandonó a escondidas llevándose a su hijo, en la ciudad de Nueva York con ayuda de la embajada española, tras lo que Martí escribiría a un amigo:
“Y pensar que sacrifiqué a la pobrecita, a María, por Carmen, que ha subido las escaleras del consulado español para pedir protección de mí.”
En 2013 María recibió un homenaje del gobierno cubano con motivo del 160º aniversario del nacimiento de José Martí, en su tumba del Cementerio General de la Ciudad de Guatemala donde, según se cuenta, nunca faltan las flores de las jóvenes guatemaltecas que acuden a ella en busca de ayuda para sus problemas de amores, y por donde vaga, de vez en cuando, la figura de una mujer joven y triste que ruega para que no se olviden de adornar el sepulcro.