Las elegías de Duino (1912-1922) de Rainer Maria Rilke son consideradas una de las cumbres de la poesía del siglo XX. Esta obra, compuesta por diez elegías escritas en un período de diez años, representa la culminación de la poética de Rilke, marcada por una exploración profunda de la existencia, la trascendencia, la muerte y el papel del arte en un mundo fragmentado. Inspiradas en un episodio místico en el castillo de Duino (1912), donde Rilke afirmó haber escuchado la voz de un ángel dictando los primeros versos, las elegías combinan intensidad lírica, densidad filosófica y una estructura formal innovadora.

Rilke comenzó a escribir las elegías en 1912, mientras era huésped de la princesa Marie von Thurn und Taxis en el castillo de Duino, cerca de Trieste. La primera y segunda elegías surgieron en un estallido de inspiración, pero la obra quedó incompleta hasta 1922, cuando Rilke, en un período de intensa creatividad en el castillo de Muzot (Suiza), completó las diez elegías y escribió simultáneamente Los sonetos a Orfeo. Este lapso de diez años refleja las crisis personales y creativas de Rilke, así como los trastornos históricos de la época, incluyendo la Primera Guerra Mundial y el colapso del orden europeo.
Las elegías están impregnadas de influencias filosóficas (Nietzsche, Kierkegaard), místicas (la tradición judeocristiana y el misticismo oriental) y artísticas (la precisión objetiva aprendida de Rodin). Además, reflejan la lucha de Rilke por reconciliar la modernidad —con su alienación y pérdida de sentido— con una visión trascendente de la existencia.
Las diez elegías no siguen un esquema narrativo lineal, sino que forman un ciclo meditativo, donde cada elegía explora una faceta de la condición humana y su relación con lo divino, lo mortal y lo artístico. Aunque varían en longitud y tono, comparten una estructura de verso libre con una cadencia rítmica que evoca tanto la oralidad bíblica como la musicalidad lírica. Rilke alterna entre un lenguaje elevado y momentos de intimidad conversacional, creando un efecto de diálogo entre el poeta, el lector y las fuerzas cósmicas (los ángeles).
Cada elegía funciona como una unidad independiente, pero juntas forman un arco que progresa desde la angustia existencial (primera elegía) hacia la aceptación y la celebración del mundo terrenal (décima elegía). La novena elegía, en particular, es un punto culminante, donde Rilke articula su visión del arte como un medio para transformar lo efímero en eterno.

Los temas principales son:
- La angustia existencial y los ángeles.
La primera elegía abre con una invocación célebre: “¿Quién, si yo gritara, me oiría desde los coros de los ángeles?” Este grito establece el tono de la obra: la conciencia humana está atrapada entre su anhelo de trascendencia y su limitación mortal. Los ángeles, figuras centrales en las elegías, no son seres religiosos tradicionales, sino símbolos de una conciencia absoluta, una plenitud inalcanzable para el ser humano. Representan tanto la belleza sublime como una amenaza, ya que su perfección abruma la fragilidad humana.
La angustia de Rilke surge de la incapacidad de conectar con esta esfera superior. Sin embargo, a lo largo de las elegías, esta angustia se transforma en una aceptación de la condición humana, con sus límites y su potencial creativo.
- La transformación del mundo a través del arte.
Uno de los conceptos clave de las elegías es la idea de transformar lo visible en invisible, es decir, internalizar la experiencia del mundo material para preservarla en la conciencia y el arte. En la novena elegía, Rilke escribe: “Alabar, eso es. / Un hombre destinado a alabar / salió como el mineral de la roca silenciosa”. El poeta tiene la tarea de “decir” el mundo, de darle voz a lo efímero —objetos, emociones, paisajes— para que trascienda su naturaleza temporal.
Esta transformación no es un escape del mundo, sino una afirmación de su valor. Rilke propone que la misión del arte es rescatar la belleza de lo cotidiano, desde una rosa hasta un instante de dolor, y convertirlo en algo eterno.
- La muerte y la finitud.
La muerte es un tema recurrente, pero Rilke la reinterpreta como una dimensión inseparable de la vida. En la décima elegía, describe un paisaje alegórico de la muerte, donde los muertos jóvenes habitan una ciudad de lamentos, pero también hay una aceptación serena de la mortalidad. Rilke distingue entre la “pequeña muerte” (la disolución del yo en la vida cotidiana) y la “gran muerte” (una culminación consciente de la existencia).
La muerte no es un final, sino un proceso de integración en el todo. En la séptima elegía, Rilke sugiere que vivir plenamente implica abrazar la finitud, un acto que el arte puede facilitar al preservar la esencia de la experiencia.
- La relación con lo terrenal.
A diferencia de una poética que busca escapar al mundo, las elegías celebran lo terrenal como el espacio donde ocurre la existencia humana. En la novena elegía, Rilke pregunta: “¿Es que la Tierra no tiene más que esto que ofrecer?” y responde afirmando la unicidad de cada experiencia humana, por fugaz que sea. Objetos simples —una jarra, una fruta, un camino— adquieren un significado profundo cuando son percibidos con atención poética.
Esta conexión con lo material refleja la influencia de los Dinggedichte (poemas de cosas) de Nuevos poemas, pero en las elegías se eleva a una escala cósmica, donde lo cotidiano se convierte en un puente hacia lo eterno.
- El amor y la incompletitud humana.
El amor, especialmente en la tercera y cuarta elegías, es un tema complejo. Rilke lo presenta como una fuerza poderosa pero ambivalente, marcada por la incompletitud y el deseo. En la tercera elegía, explora el amor romántico como una mezcla de anhelo consciente y pulsiones inconscientes, mientras que en la cuarta elegía aborda la dificultad de las relaciones humanas, simbolizadas por la figura del marionetista que manipula las emociones.
A pesar de estas tensiones, el amor es también una vía hacia la trascendencia, ya que conecta a los individuos con algo mayor. Sin embargo, Rilke privilegia el amor no posesivo, un amor que respeta la autonomía del otro, como se insinúa en la séptima elegía.

Elegía primera
Rainer María Rilke
¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes
angélicas? Y aun si de repente algún ángel
me apretara contra su corazón, me suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Así que me contengo, y me ahogo el clamor de la garganta
tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No
los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos
animales que no nos sentimos muy seguros en casa,
dentro del mundo interpretado. Nos queda quizás
algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad
de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció,
y no se fue. Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento
lleno de espacio cósmico nos roe la cara:
¿Para quién no permanecería aquélla, la anhelada,
la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente próxima
al corazón solitario? ¿Es más suave con los amantes?
Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su suerte.
¿Todavía no lo sabes? Arroja el espacio que abarquen
tus brazos hacia los espacios que respiramos; quizá
los pájaros sientan el aire ensanchado con un vuelo más íntimo.
Sí, las primaveras de veras te necesitaban. Varias
estrellas te pedían que las rastrearas. Se alzaba
en el pasado una ola hacia ti, o cuando pasabas
por una ventana abierta, se te entregaba un violín.
Todo esto era una misión, ¿pero fuiste capaz de cumplirla?
¿No estabas siempre distraído por la esperanza, como
si todo ello te anunciara a una amada?
¿Dónde intentas alojarla, si en ti los grandes pensamientos extraños
entran y salen, y con frecuencia se quedan durante la noche?.
Pero si sientes anhelos, canta pues a las amantes; no es,
en absoluto, suficientemente inmortal su famoso
sentimiento. Aquéllas que casi envidias, las abandonadas,
las encuentras mucho más amantes que las saciadas.
Empieza siempre de nuevo la alabanza siempre inalcanzable.
Piensa: el héroe sigue en pie, aun el ocaso fue para él
sólo un pretexto para ser: su último nacimiento.
Pero a las amantes la exhausta naturaleza las recoge
en su seno, como si no hubiera fuerzas para lograr esto
dos veces. ¿Has pensado lo suficiente en Gaspara Stampa,
y lo que puede sentir cualquier chica a quien el amado
abandonó, frente a tan elevado ejemplo de mujer amante:
¿Llegaré a ser como ella? ¿Estos, los más antiguos
dolores, no deberán, por fin, darnos fruto? ¿No es
tiempo ya de que, al amar, nos liberemos del amado y,
temblorosos, resistamos, como la flecha resiste al arco,
para ser, unidos en el salto, algo más que la sola
flecha? Porque el permanecer está en ninguna parte.
Voces, voces. Corazón mío, escucha, como sólo los santos
escuchaban; la enorme llamada los alzaba del suelo;
pero ellos seguían de rodillas, de modo imposible,
sin darse cuenta: de tal manera escuchaban. No
que pudieras soportar la voz de Dios, lejos de eso, pero
escucha el soplo, la noticia incesante que se forma
del silencio. Murmura hasta ti desde aquellos que han
muerto jóvenes. ¿Acaso su destino no se dirigió siempre
tranquilamente a ti, en Roma y Nápoles, cuando entrabas
en alguna iglesia? O una inscripción sublime se grababa
para ti, como hace poco la lápida de Santa María Formosa?
¿Qué quieren de mí? Debo apartar en silencio
la apariencia de injusticia que a veces estorba un poco
el puro movimiento de sus espíritus.
Realmente es extraño ya no habitar la tierra,
ya no ejercitar las costumbres apenas aprendidas;
a las rosas, y a otras cosas particularmente promisorias,
ya no darles el significado del futuro humano; ya no ser
aquél que uno fue en interminables manos angustiadas
y hasta hacer a un lado el propio nombre, como un juguete
roto. Extraño, ya no seguir deseando los deseos. Extraño,
ver todo lo que tenía sus propias relaciones, aletear
tan suelto en el espacio. Y estar muerto es doloroso,
y lleno de recuperación, de modo que uno rastree
lentamente un poco de eternidad. Pero todos los vivos
cometen el mismo error de diferenciar demasiado
tajantemente. Los ángeles (se dice) con frecuencia no
sabrían si andan entre los vivos o entre los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre consigo todas
las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas.
Finalmente ya no nos necesitan, los que partieron
temprano, uno se desteta dulcemente de lo terrestre, como
uno se emancipa con ternura de los senos de la madre.
Pero nosotros, que necesitamos tan grandes secretos,
nosotros que tan frecuentemente obtenemos del duelo
progresos dichosos, ¿podríamos existir sin ellos?
¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante
las lamentaciones fúnebres por Linos,
una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia
inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio
sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto
se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración
que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?
El estilo de Las elegías de Duino es una síntesis de lirismo, filosofía y misticismo. Rilke abandona las formas métricas tradicionales escribiendo estos poemas en verso libre, pero mantiene un ritmo que evoca salmos o cantos litúrgicos. La alternancia entre frases largas y cortas crea un efecto de respiración, como si el poema estuviera vivo. Así mismo, las elegías están llenas de imágenes vívidas que anclan las ideas abstractas en lo concreto. Por ejemplo, en la décima elegía, el paisaje de la muerte se describe con detalles táctiles y visuales, como “montañas de dolor” y “ríos de lamento”. El simbolismo utilizado en su composición es totalmente abierto, pues los ángeles, el amante, el paisaje de la muerte y otros símbolos no tienen un significado fijo, lo que permite múltiples interpretaciones. Esta ambigüedad invita al lector a participar en la construcción del sentido. Las elegías dialogan con la tradición bíblica, la mitología griega (Orfeo, Linos) y la filosofía existencial, enriqueciendo su densidad, empleando un tono conversacional y elevado en el cual Rilke alterna entre el momento íntimo, casi confesional, y un registro profético. Frases como “¿No sabes aún?” (novena elegía) apelan directamente al lector, mientras que las invocaciones a los ángeles tienen una grandeza cósmica.
La primera elegía establece el tema central: la distancia entre lo humano y lo divino. El grito inicial refleja la soledad existencial, mientras que la figura del ángel simboliza una perfección inalcanzable. La elegía introduce la idea de que el sufrimiento y la belleza son inseparables, preparando el terreno para las reflexiones posteriores. La séptima marca un giro hacia la afirmación de la vida terrenal. Rilke rechaza la huida hacia lo trascendente y celebra el acto de existir: “Estar aquí es mucho”. El poema exalta el papel del poeta como transformador del mundo, capaz de preservar lo efímero a través del lenguaje. La novena es el núcleo filosófico de la obra. Aquí, Rilke articula su visión del arte como un acto de alabanza que da sentido a la existencia. La elegía defiende la unicidad de la experiencia humana y propone que el poeta debe “decir” el mundo para salvarlo de la desaparición. Y la décima elegía cierra el ciclo con una meditación sobre la muerte y la reconciliación con la vida. El paisaje alegórico de la muerte, con sus lamentos y sus figuras míticas (el joven muerto, la Lamentación), sugiere que la mortalidad es una parte esencial del ciclo cósmico. El poema termina con una nota de aceptación serena, simbolizada por la imagen de la “fuente de alegría”.

Elegía segunda
Rainer María Rilke
Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco
a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes
son ustedes. Los días de Tobías, ¿dónde quedaron?,
cuando uno de los más radiantes apareció en el umbral
sencillo de la casa un poco disfrazado para el viaje,
ya no tremendo (muchacho para el muchacho,
que se asomó, curioso). Si ahora avanzara el arcángel,
el peligroso, desde atrás de las estrellas, un solo paso,
que bajara y se acercara: el propio corazón, batiendo
alto, nos mataría. ¿Quién es usted?
Tempranos afortunados, ustedes, los mimados
de la creación, cadena de cumbres, cordillera roja
del amanecer de todo lo creado -polen de la divinidad
floreciente, coyunturas de la luz, corredores,
escalones, tronos, espacios del ser, escudos
deliciosos, tumultos del sentimiento tormentosamente
arrebatado, y de pronto, individualizados, espejos,
ustedes, los que recogen nuevamente en sus propios
rostros, la propia belleza que han irradiado.
Porque nosotros, siempre que sentimos, nos evaporamos;
ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos,
nos disipamos; de ascua en ascua soltamos un olor cada
vez más débil. Probablemente alguien nos diga: Sí,
entras en mi sangre; este cuarto, la primavera se llena
de ti…, ¿de qué sirve? Él no puede retenernos,
nos desvanecemos en él y en torno suyo.
Y aquellos que son hermosos, oh, ¿quién los retiene?
Incesantemente la apariencia llega y se va de sus
rostros. Como rocío de la hierba matinal se esfuma
de nosotros lo que es nuestro, como el calor
de un plato caliente. Oh, sonrisa ¿a dónde? Oh,
mirada a lo alto: nueva, cálida, fugitiva
ola del corazón; sin embargo, ay, somos eso. ¿Entonces
el firmamento, en el que nos disolvemos, sabe
a nosotros? ¿De veras los ángeles recapturan solamente
lo suyo, lo que han irradiado, o a veces, como
por descuido, hay algo nuestro en todo ello? ¿Estamos
tan entremezclados en sus facciones, como la vaga
expresión en los rostros de las mujeres preñadas?
Ellos no lo advierten en el torbellino de su regreso
a sí mismos. (¿Cómo habrían de advertirlo?).
Los amantes podrían, si lo comprendieran,
hablar extrañamente en el aire nocturno. Pues parece
que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas
que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos
de largo sobre todas las cosas como un cambio
de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad
por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.
Amantes, a ustedes, satisfechos el uno en el otro,
les pregunto por nosotros. Ustedes, los que se aferran
a sí mismos. ¿Tienen pruebas? Miren, me ha ocurrido que
mis manos se reconozcan entre sí, o que mi rostro ajado
se refugie en ellas. Eso me da cierta sensación. ¿Pero
quién, sólo por eso, se atrevió a creer que de veras
es? Sin embargo ustedes, los que crecen el uno
en el arrobo del otro, hasta que él suplica, abrumado:
“Basta”; ustedes, los que crecen, bajo sus recíprocas
manos, más exuberantes, como años de grandes uvas;
los que mueren a veces, sólo porque el otro se ha
expandido demasiado; a ustedes les pregunto por nosotros.
Sé que se tocan tan dichosamente porque la caricia
retiene, porque no desaparece el sitio que ustedes,
los tiernos, ocupan; porque, debajo de todo ello, ustedes
sienten la duración pura. Ustedes, de sus abrazos,
por ello, casi se prometen eternidad. Sin embargo, cuando
ya se han sostenido el sobresalto de la primera mirada,
y ya ocurrieron las ansias junto a la ventana
y del primer paseo juntos, una vez, por el jardín:
Ustedes, amantes, ¿siguen todavía entonces siendo
los mismos? Cuando el uno alza al otro hasta su boca
y se unen -bebida con bebida-: ¡oh, de qué manera
tan extraña el bebedor entonces se escapa de su función!
¿No se asombraron ustedes, en las estelas áticas,
de la prudencia de los gestos humanos? El amor
y la despedida, ¿no fueron puestos demasiado
ligeramente sobre los hombros, como si se tratara
de seres hechos de otra materia que nosotros?
Recuerden las manos, cómo se posan sin presión, aunque
hay vigor en los torsos. Estos dueños de sí mismos
lo sabían: Hasta aquí, nosotros; esto es lo nuestro,
tocarnos así; que los dioses nos aprieten
con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los dioses.
Si nosotros encontráramos también una pura, contenida,
estrecha, humana franja de huerto, nuestra, entre
río y roca. Pues nuestro propio corazón nos excede
tanto como a aquéllos. Y ya no podemos mirarlo
a través de imágenes que lo sosieguen, ni a través
de cuerpos divinos, en los que se contenga más.
Las elegías de Duino son un testimonio de la capacidad del arte para enfrentar las preguntas más profundas de la existencia: ¿cómo encontrar sentido en un mundo sin certezas? ¿Cómo reconciliar la finitud con el anhelo de eternidad? Rilke responde que el poeta, a través de la atención y la palabra, puede transformar la experiencia humana en algo perdurable. Esta visión resuena en un mundo moderno marcado por la alienación y la pérdida de valores tradicionales.
La obra también anticipa corrientes filosóficas como el existencialismo, al enfatizar la responsabilidad del individuo de crear significado en un universo indiferente. Su influencia se extiende a poetas como Paul Celan, T.S. Eliot y Octavio Paz, así como a pensadores y artistas que exploran la intersección entre lo material y lo espiritual.
En conclusión, Las elegías de Duino son una obra monumental que encapsula la poética de Rilke: una búsqueda de trascendencia a través de la afirmación de lo terrenal, una celebración del arte como acto de transformación y una aceptación serena de la mortalidad. Su lenguaje, a la vez íntimo y cósmico, invita al lector a participar en un diálogo con lo inefable. Como Rilke escribe en la novena elegía, la tarea del poeta —y del ser humano— es “alabar” el mundo, preservando su belleza y su misterio en el acto creativo. Las elegías no ofrecen respuestas definitivas, sino una invitación a vivir plenamente en la tensión entre lo finito y lo infinito.

Elegía tercera
Rainer María Rilke
Una cosa es cantar a la amante y otra
al dios-río, culpable y oculto, de la sangre.
El joven a quien ella ama y reconoce de lejos ¿qué sabe
él mismo del Maestro del Placer que a menudo, en su
soledad,
antes de que ella lo calmara, y aun como si ella no
existiera, chorreando algo incognosible, levantaba su
cabeza de dios y llamaba la noche a un tumulto infinito?
¡Oh, el Neptuno de la sangre, oh, su terrible tridente,
el soplo oscuro de su pecho, como el rumor de una
concha contorneada:
Oye cómo la noche se hace valle y se ahueca. ¡Oh,
estrellas! ¿acaso no arranca de vosotras el deseo que
empuja al amante
hacia el rostro de la amada? La profunda mirada que fija
en sus ojos puros ¿no viene acaso de la pureza de los
astros?
Por desgracia, ni tú ni su madre son las que han distendido
en la espera el arco de sus cejas negras.
No en ti, doncella sensitiva, se curvó su labio en una
expresión más fecunda.
¿Crees de veras que tu ligera aparición
lo hubiera conmovido tanto, tú que pasas como brisa
mañanera?
Es cierto que tú llevaste el terror a su corazón; pero terrores
más antiguos se precipitaron sobre él al impulso de ese
choque.
Así lo llames, tu llamado no lo sacará completamente de su
oscuro contorno.
Cierto es que él quiere evadirse; aligerado, se acostumbra
a la intimidad de tu corazón, se domina y se empieza.
Pero en realidad ¿se empezó alguna vez?
Madre, tú fuiste la que lo empezaste, tú que lo hiciste
pequeñito;
cuando era nuevo para ti, inclinaste
sobre sus ojos nuevos el mundo amigo y lo defendiste
contra el mundo extranjero.
Ve, no amamos, como las flores, durante una sola
estación;
cuando amamos, se nos sube por los brazos una savia
inmemorial.
¡Oh, muchacha!, en nosotros amamos, no a un ser futuro,
sino la innumerable fermentación; no a un niño entre todos,
sino los padres que, como escombros de montañas,
descansan en nuestras profundidades; sino el cauce
desecado
de las madres de otros tiempos; sino el silencioso paisaje
de cielo nublado o puro del Destino; esto, muchacha, fue lo
que se te anticipó.
¿Y tú misma, qué sabes? Tú, con tus halagos hiciste surgir
en el amante los tiempos más remotos de su historia.
¿Qué sentimientos
se agitaron en las profundidades de los seres
desaparecidos? ¿Qué mujeres
te odiaron allí? ¿Qué hombres sombríos despertaste
en las venas del joven? Niños muertos querían
ir hacia ti… ¡Oh!, en silencio, muy quedo,
haz algo que le agrade: una segura tarea cotidiana que
le sea grata.
Llévalo al jardín, dale el dominio sobre la noche…
detenlo.