Solo el amor, de José Ángel Valente 

Cuando el amor es gesto del amor y queda 
vacío un signo solo. 
Cuando está el leño en el hogar, 
mas no la llama viva. 
Cuando es el rito más que el hombre. 
Cuando acaso empezamos 
a repetir palabras que no pueden 
conjurar lo perdido. 
  Cuando tú y yo estamos frente a frente 
y una extensión desierta nos separa. 
Cuando la noche cae. 
                          Cuando nos damos 
desesperadamente a la esperanza 
de que solo el amor 
abra tus labios a la luz del día.

Nacido en Orense el 25 de abril de 1929, José Ángel Valente recibiría una educación académica y social fundamentada en la posguerra española y alimentada en el pensamiento libre de los jóvenes inconformistas e insumisos que se ganaron la libertad con el sudor de sus frentes. Licenciado en Derecho por la Universidad de Santiago de Compostela y en Filología Románica por la Complutense de Madrid, se doctoró en sentimientos y sensibilidad en las aulas clandestinas de las generaciones vanguardistas de la poética de los 50, producto de una represión tan acérrima y sectaria como inútil y yerma, aunque paradójicamente fértil en hacer progresar aquello mismo que perseguía con tanto encono. Por ello no es extrañar que la poesía de la década de 1950 tuviese unas perspectivas y finalidades sociales y subversivas, como así lo dejaron patente autores de la talla de Crémer, Blas de Otero o Eugenio de Nora, para quienes la poesía era, sobre todo, comunicación. Sin embargo, Valente lanza su voz a las manos de los ávidos consumidores de poesía con un producto novedoso: “A Modo de Esperanza”, libro con el cual conseguiría el Premio Adonais en 1954, y donde ya se puede observar claramente su decidida voluntad renovadora compartida con otras voces de jóvenes líricos cuyos nombres: Carlos Barral, Francisco Brines, Ángel González o Jaime Gil de Biedma, serían el paradigma de la poesía como un medio para descubrir la realidad, un instrumento de conocimiento, pero José Ángel va más lejos al considerarla un medio perfecto de meditación, de silencio, de incomunicación. Sin embargo, aunque Valente es considerado como un autor al margen de toda generación poética, en sus orígenes partió de un estado común basado en lo fundamental de la expresión formal, no como mero adorno, sino como parte esencial del contenido, es decir, el significante debe ser inherente al significado, buscando la sobriedad del lenguaje y avanzando hacia la individualización más que a la colectivización del arte.

Seguramente gran parte de la culpa de su diferente visión estética la tuviera el hecho de que José Ángel Valente pasara gran parte de su vida fuera de España: Oxford, Ginebra o París, en una especie de destierro elegido voluntariamente por él, alejándose así de los avatares históricos que tanta influencia tendría en sus contemporáneos, aunque ello no le eximiese de tener algún que otro disgusto, como el consejo de guerra al que le llevó la inclusión del cuento “El uniforme del general” en su libro “El número trece” a causa de la descripción que del ejército aparece en él y que no agradó demasiado a los dirigentes del momento. Fuera escribiría poemarios como el Premio de la Crítica de 1960, “Poemas de Lázaro”, o “La memoria y los signos” (1966), o “Siete presentaciones” (1967), entre otros.

Valente considera al lenguaje poético como un objeto en constante reflexión, llegando a la belleza mediante la sobriedad, la austeridad, la solidez y la madurez del intelecto. Para conseguirlo se acerca a la mística, rechazando toda artificiosidad verbal, limpiando, depurando la palabra hasta hacerla transparente, casi silencio, lo que le permite escuchar su propio diálogo interno:

Cuando ya no nos queda nada, 
el vacío de no quedar 
podría ser al cabo inútil y perfecto.

Sus poemas suelen carecer de un contexto temporal o espacial permitiéndoles así una cierta eternización y una actualidad constante. Es el lector quien hace el poema, quien propone las palabras que llenarán los silencios y el tiempo y el momento, así como el objeto, que le darán forma, voz y rostro.  Por ello, al igual que la mística, la poesía de Valente necesita de una profundización interior para ser comprendida.

Los temas de José Ángel, la muerte, la vida, el amor, la soledad…  surgen del constante diálogo entre la memoria y la experiencia porque para él “el poeta no opera sobre un conocimiento previo del material de la experiencia, sino que ese conocimiento se produce en el mismo proceso creador.”  Y de esa contraposición de elementos crea, mediante el diálogo, la unión perfecta de la forma y el significado, por lo que sus símbolos, lejos de ser meras metáforas, significan lo que son y lo que nos transmiten.

De esta forma, si analizamos el poema propuesto, veremos cómo se cumplen muchos conceptos de los anteriormente descritos. “Solo el amor” apareció por primera vez en 1966, dentro del poemario “La memoria y los signos”, justo cuando va a dar comienzo la etapa de su esencialismo poético y, aunque todavía en muchos de sus poemas aparecen referencias culturales y sociales de la Guerra y Postguerra Civil Española, ya se vislumbra con claridad la voluntad de ruptura con las estéticas convencionales que genere una nueva visión de la realidad.

  ...
En vano vuelven las palabras
pues ellas mismas todavía esperan
la mano que las quiebre y las vacíe
hasta hacerlas ininteligibles y puras
para que de ellas nazca un sentido distinto,
incomprensible y claro
como el amanecer o el despertar.
Acuden insistentes como sordos martillos
nombrando lo nombrado
lo que tal vez nosotros
estábamos llamados a hacer vivir...

El silencio como fuente creadora del poema también llena por completo nuestro poema elegido, y los signos, lo residual, lo que queda cuando nada queda…

Cuando el amor es gesto del amor y queda 
vacío un signo solo. 
Cuando está el leño en el hogar, 
mas no la llama viva. 
…

Solo el hueco sin esencia, solo la piel sin alma… Pero no nos confundamos, la intención del poeta es denunciar lo falso, todo aquello que se oculta tras las palabras, tras los signos, tras la fachada que oculta el precipicio… Este no es un poema de desamor entre los dos polos de una pareja sino de la distancia histórica y sangrante entre las dos mitades de un país que se odian:

…
Cuando tú y yo estamos frente a frente 
y una extensión desierta nos separa. 
…

Con la anáfora “cuando” nos va introduciendo una serie de momentos vivenciales, emocionales, pero no temporales porque el tiempo no importa ya que las circunstancias descritas lo sobreviven, son inherentes al ser humano y a sus relaciones sociales, y se van acumulando hasta crear esa sensación angustiosa de vacío y desesperación:

…
Cuando es el rito más que el hombre.
…

Porque el discurso de los hombres se basa muchas veces solo en símbolos, sonidos que no son palabras porque perdieron su significado quedándose simplemente en significantes que machaconamente se repiten para crear el ritmo de las masas, pero que poco a poco nos alejan de la verdad:

…
Cuando acaso empezamos 
a repetir palabras que no pueden 
conjurar lo perdido.
…

Y no se ve la solución, ni la luz, ni el horizonte… y la esperanza se agota:

…
Cuando la noche cae. 
                          Cuando nos damos 
desesperadamente a la esperanza 
de que solo el amor 
abra tus labios a la luz del día.

Porque ella, la esperanza que debe anidar en nuestro propio interior, es también eso, un símbolo más porque nos callamos ante la injusticia, porque con nuestro silencio nos convertimos en cómplices de nuestros verdugos y, de esta forma, la luz del nuevo día no nos ayuda a ver mejor la realidad de las cosas, sino que simplemente nos ciega.

“Solo el amor” es realmente un poema triste porque fue inspirado por el diálogo interno de un hombre que no veía el final de aquel camino oscuro aunque sí sabía la solución: solo el amor. Pero el amor es un ave que emigra lejos cuando llega el invierno a los corazones…

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