Yukio Mishima: entre la tradición y la modernidad.

Yukio Mishima (1925-1970), cuyo nombre real era Kimitake Hiraoka, es una de las figuras más fascinantes y controvertidas de la literatura japonesa del siglo XX. Conocido principalmente por sus novelas, ensayos y obras teatrales, su poesía es un aspecto menos explorado, pero igualmente revelador de su genio.

Nació el 14 de enero de 1925 en Tokio, en el seno de una familia de clase media alta con raíces samuráis. Su infancia estuvo profundamente influenciada por su abuela paterna, Natsuko, una mujer autoritaria que lo aisló de sus padres y hermanos, criándolo en un ambiente de estricta disciplina aristocrática, y la cual lo expuso a la cultura tradicional japonesa, como el teatro kabuki y las historias de samuráis, pero también lo alejó de actividades “varoniles”, obligándolo a jugar con muñecas y a leer en soledad. Este aislamiento moldeó su carácter introspectivo y su fascinación por lo estético.

A los 12 años, Mishima comenzó a escribir sus primeras historias, influenciado por clásicos japoneses y autores occidentales comoOscar Wilde y Rainer Maria Rilke. Su padre, Azusa Hiraoka, un funcionario estricto, desaprobaba su inclinación literaria y lo presionó para estudiar Derecho en la prestigiosa Universidad de Tokio. Mishima obedeció, graduándose en 1947, pero su pasión por la escritura nunca cedió. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue rechazado para el servicio militar por problemas de salud, un hecho que lo marcó profundamente y alimentó su idealización de la muerte heroica.

Tras un breve paso por el Ministerio de Finanzas, Mishima abandonó la burocracia para dedicarse a la literatura. En 1949, publicó Confesiones de una máscara, una novela semiautobiográfica que explora la homosexualidad y la alienación, catapultándolo a la fama. Su prolífica carrera incluyó novelas como El pabellón de oro (1956), El marino que perdió la gracia del mar (1963) y la tetralogía El mar de la fertilidad (1965-1970), considerada su obra maestra. Además, escribió ensayos, obras de teatro (kabuki y noh), guiones y poesía.
Mishima era una figura pública multifacética: actor, modelo, fisicoculturista, experto en kendo y piloto. En 1958, se casó con Yoko Sugiyama, con quien tuvo dos hijos, pero su bisexualidad era un secreto a voces. Su vida personal reflejaba su lucha interna entre la modernidad occidental y el tradicionalismo japonés, un tema recurrente en su obra.

En los años 60, Mishima se radicalizó políticamente, abrazando un ultranacionalismo que lo llevó a fundar la Tatenokai (Sociedad del Escudo), una milicia privada dedicada a restaurar los valores samuráis y el culto al emperador. Criticaba la occidentalización de Japón tras la Segunda Guerra Mundial, viendo en ella la pérdida del “alma japonesa”.

El 25 de noviembre de 1970, Mishima protagonizó un acto que conmocionó al mundo: junto a cuatro miembros de la Tatenokai, tomó una base militar en Tokio, exigió un golpe de Estado y, al no obtener apoyo, cometió seppuku (suicidio ritual). Ese mismo día, había entregado el manuscrito final de La corrupción de un ángel, cerrando El mar de la fertilidad. Su muerte, planeada durante años, fue vista por algunos como un acto de patriotismo y por otros como un gesto narcisista. Como él mismo escribió, la muerte para los japoneses era “pura y clara”, un contraste con la visión occidental.

Aunque Mishima es más conocido por su prosa, su poesía es un reflejo íntimo de sus obsesiones: la belleza efímera, el erotismo, la muerte y la tensión entre cuerpo y espíritu. Escribió centenares de poemas, muchos incluidos en antologías y ensayos como El sol y el acero (1968), donde explora la unión entre acción física y creación artística. Su estilo poético combina la sensibilidad lírica japonesa (influenciada por el haiku y el waka) con un decadentismo occidental, evocando a poetas como Wilde y Baudelaire.

Mishima veía la belleza como una fuerza trascendental, pero también destructiva. Sus poemas poseen un esteticismo extremo y, a menudo, describen cuerpos jóvenes, paisajes naturales o templos antiguos con un lenguaje cargado de sensualidad. Los temas más recurrentes de su poesía son: la muerte como culminación de la vida, el sacrificio, el deseo homoerótico y la nostalgia por un Japón idealizado son centrales. En El sol y el acero, escribe: “El culto del cuerpo como trasunto y complemento del culto del espíritu”. Así mismo, en sus poemas se mezclan el minimalismo japonés con un lirismo occidental, creando imágenes vívidas que oscilan entre lo delicado y lo violento, reflejando, en muchas ocasiones, su lucha con la identidad, la sexualidad y su deseo de trascendencia.
El poema “Ícaro”, incluido en El sol y el acero, es un ejemplo paradigmático de su poética. En él, Mishima reinterpreta el mito griego, identificándose con Ícaro, quien vuela hacia el sol sabiendo que caerá. El poema es una metáfora de su vida: la búsqueda de la belleza absoluta, aun a costa de la autodestrucción.

Ícaro


¿Será, entonces, que pertenezco a los cielos?
¿Por qué, si no, persistirían los cielos
en clavar en mí su azul mirada,
instándome, y a mi mente, a subir
cada vez más, a penetrar en la bóveda celeste,
tirando de mí sin cesar hacia unas alturas
muy por encima de los humanos?
¿Por qué, cuando se ha estudiado a fondo el equilibrio
y se ha calculado el vuelo hasta sus últimos detalles
de manera a eliminar todo elemento aberrante:
por qué, con todo, este afán de remontarse
ha de parecer, en sí mismo, tan próximo a la locura?

Nada hay que pueda satisfacerme;
toda novedad terrena pierde en seguida su encanto;
me siento atraído hacia arriba sin cesar, más inestable,
cada vez más cerca de la refulgencia del sol.
¿Por qué me abrasan, estos rayos de razón,
por qué me destruyen estos rayos?
Pueblos y sinuosos ríos allá abajo
me parecen tolerables a medida que aumenta la distancia.
¿Por qué suplican, consienten, me tientan
con la promesa de que puedo amar lo humano
viéndolo únicamente, así, a lo lejos
aunque la meta nunca pudo ser el amor,
ni, de haberlo sido, podría yo haber
pertenecido jamás a los cielos?

No he envidiado al ave su libertad,
ni anhelado nunca la comodidad de la naturaleza,
impulsado no por otra cosa que por el extraño anhelo
de subir y subir, más cerca cada vez, para zambullirme
en el profundo azul del cielo, tan opuesto
a toda alegría de los órganos, tan alejado
de los placeres de la superioridad,
pero siempre hacia arriba,
aturdido, tal vez, por la vertiginosa incandescencia
de unas alas de cera.

¿O es que yo,
al fin y al cabo, pertenezco a la tierra?
¿Por qué, si no, habría de darse la tierra
tanta prisa en abarcar mi caída?
Sin conceder espacio para pensar o sentir,
¿por qué la blanda, indolente tierra
me saludaba con una sacudida de chapa de acero?
La tierra blanda ¿se habrá vuelto de acero
sólo para hacerme ver mi propia blandura?,
¿para qué la naturaleza pueda hacerme comprender
que caer -no volar- está en el orden de las cosas,
algo mucho más natural que esa pasión imponderable?
El azul del cielo ¿será un sueño y nada más?
¿Era un invento de la tierra a que yo pertenecía,
por causa de la provisoria, candente embriaguez
alcanzada brevemente por unas alas de cera?
¿Instigaron los cielos ese plan de castigarme
por no creer en mí mismo
o por creer demasiado;
ansioso de saber a quién debía yo lealtad
o suponiendo, vanidosamente, que ya lo sabía todo;
por querer volar
hacia lo desconocido
o lo conocido;
ambos una misma mota, azul, de idea?

“Ícaro” aparece en El sol y el acero, un ensayo autobiográfico donde Mishima reflexiona sobre la unión entre el cuerpo (representado por el fisicoculturismo y las artes marciales) y el espíritu (la creación artística). El poema reinterpreta el mito griego de Ícaro, quien vuela hacia el sol con alas de cera y cae al mar al derretirse. Para Mishima, Ícaro simboliza su propia vida: una búsqueda de la belleza absoluta que culmina en la autodestrucción. El poema encapsula la obsesión de Mishima por la belleza efímera y la muerte gloriosa. El sol representa la perfección divina, pero también el peligro de acercarse demasiado a lo absoluto. La caída de Ícaro no es un fracaso, sino un acto de trascendencia, un tema recurrente en la filosofía de Mishima, quien veía la muerte (especialmente el seppuku) como un momento de plenitud estética. El lenguaje es conciso, casi minimalista, evocando la tradición del haiku japonés, pero con un tono trágico que recuerda a los poetas románticos europeos como Shelley o Keats. La repetición de verbos como “caer” y “arder” refuerza la intensidad emocional y la inevitabilidad del destino de Ícaro. Las “alas de cera” y el “sol ardiente” crean un contraste entre lo frágil y lo eterno, reflejando la dualidad de Mishima: un hombre que cultivó su cuerpo y su arte, pero sabía que ambos eran efímeros. El “instante de la gloria” alude a su creencia en que la vida alcanza su cúspide en un solo momento sublime. El poema prefigura su seppuku en 1970, un acto planeado como una caída gloriosa. En El sol y el acero, Mishima escribe: “La muerte de un hombre joven es como la destrucción de una estatua griega”, una idea que resuena en “Ícaro”. Su fascinación por los héroes que mueren jóvenes (como los kamikazes) se refleja en la exaltación de la caída. “Ícaro” es un microcosmos de la poética de Mishima: breve, intenso y cargado de simbolismo. Su visión de la muerte como un acto de belleza conecta con su rechazo a la modernidad japonesa, que veía como carente de heroísmo. Este poema es ideal para entender su filosofía esteticista y su atracción por lo trágico.

Mishima se inspiró en la poesía clásica japonesa, como los tanka de la antología Man’yōshū, y en poetas occidentales como Wilde, cuyo soneto sobre Keats influyó en su visión de la muerte poética. Su poesía, aunque menos conocida que sus novelas, ha sido elogiada por su intensidad y su capacidad para capturar lo efímero.

Su legado poético sigue vivo en lectores que buscan una literatura que desafíe las fronteras entre lo bello y lo trágico. En Japón, sin embargo, su figura es polémica debido a su ultranacionalismo, lo que ha opacado en parte la apreciación de su poesía.

Mishima vivió en una Japón en transformación, marcado por la derrota en la Segunda Guerra Mundial y la rápida occidentalización. Su poesía, como el resto de su obra, es una reacción a esta modernización, un intento de preservar lo que él consideraba el “espíritu japonés”. Su rechazo a la sociedad de posguerra lo llevó a idealizar el pasado samurai, un tema que impregna sus versos.

Hoy, a cien años de su nacimiento, Mishima sigue siendo una figura polarizante. Para algunos, es un genio literario comparable a los grandes del siglo XX; para otros, un símbolo de fanatismo. Su poesía, aunque menos estudiada, ofrece una ventana a su alma: un hombre dividido entre la creación y la destrucción, el amor y la muerte.

En conclusión, Yukio Mishima fue mucho más que un escritor: fue un poeta, guerrero y mártir autoproclamado que vivió al borde de sus contradicciones. Su poesía, aunque eclipsada por sus novelas, es un testimonio de su búsqueda de la belleza absoluta y su aceptación de la muerte como arte [. A través de versos que combinan la delicadeza japonesa con la intensidad occidental, Mishima nos invita a contemplar la fugacidad de la vida y la eternidad del arte. Como dijo Yasunari Kawabata, su mentor: “Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad sólo cada dos o tres siglos”.

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