El albatros, de Charles Baudelaire

Un artículo de Raúl Molina

Como un juego, a menudo en los barcos he visto
cómo cazan albatros, grandes aves marinas
que son como indolentes compañeros de viaje
tras el barco que surca los abismos amargos.

Una vez han caído en cubierta, esos reyes
del espacio azulado son torpones y tímidos,
y sus alas tan blancas y tan grandes son como
blandos remos que arrastran lastimosos por tierra.

¡Pobre alado viajero, desmañado e inerte!
¡Él que fue tan hermoso ahora es feo y risible!
Uno acerca a su pico la encendida cachimba,
otro imita cojeando al lisiado con alas.

El poeta es un príncipe, gran señor de las nubes,
cuya casa es el viento, que no teme al arquero;
desterrado en el suelo, entre el vil griterío,
sus dos alas gigantes no le dejan andar.

(Versión de Carlos Pujol, 2011: Las flores del mal, Barcelona, Austral, p. 13)

Ya que los finales nunca suelen ser piadosos, comencemos por el final. Y más si hay que hablar de Baudelaire, porque su muerte es a la vez una ironía desgarradora y un final en perfecta y horrorosa consonancia con lo que fue su obra y su vida. Enfermo de hemiplejía a causa de una sífilis que le fue contagiada durante su juventud, probablemente por su amante Jeanne Duval, prostituta del Barrio Latino, quien fuera considerado el padre de la poesía moderna, interno en el sanatorio de Passy, sin poder hablar, leer o escribir, con un ojo ciego, medio cuerpo paralizado y la lengua trabada, sólo podía tartamudear dos malditas palabras: Cré nom! Cuando finalmente fallece el 31 de agosto de 1867, tras una larga agonía, París aún estaba de vacaciones y sus intelectuales disfrutando en sus casas de campo de un verano bochornoso, demasiado ocupados en triviales asuntos como para trasladarse al entierro de quien, para muchos, ya llevaba muerto alrededor de un año. La ceremonia se celebró en Saint-Honoré d’Eylau, una iglesia nueva similar a una nave industrial o un mercado de techos de madera y cortinajes ingenuos tendidos de unas columnas blancas que parecían huesos. En la puerta, el ataúd del poeta y su escaso séquito se cruzaron con los de un tendero, que iban acompañados por los tétricos tambores de la guardia nacional. Un rayo ilumina el cielo sobre las cabezas de las apenas sesenta personas de la comitiva fúnebre en el cementerio de Montparnase: están el fotógrado Nada, el pintor Maner, escritores como Veuilloy, Banville o Champfleury, pocos periodistas y trabajadores de la edición, su compañero y biógrafo Charles Asselineau y un joven y aún casi desconocido Paul Verlaine; no ha acudido Théophile Gautier a quien Baudelaire le dedicó Las flores del mal con reconocimientos como “poeta impecable”, “perfecto mago de las letras francesas” o “queridísimo y muy venerado amigo”, ni tampoco representantes de la Sociedad de Escritores. Un nuevo trueno desgarró el cielo segundos antes de desatarse un diluvio. Los asistentes corrieron en busca de refugio poco antes de que se abriera el nicho donde ya descansaba su padrastro Jacques Aupick, a quien Baudelaire aborrecía, y donde cuatro años después descansaría su madre, con quien logró reencontrarse durante la enfermedad para recuperar el mito de su niñez. Sólo ella, rota de dolor, los enterradores con su gesto desatendido y dos o tres allegados, más por deber que por gusto, acompañados del repique de las gotas sobre la madera del féretro, resistían las inclemencias del tiempo y fueron testigos de los últimos instantes del entierro del gran profeta de la poesía moderna. Estaría orgulloso de su final. Solo, trágico, grotesco. Baudeleriano.

Charles Baudelaire estaba hecho de claroscuros y oposiciones sin las cuales su obra no hubiera alcanzado tales cotas de grandeza. Es aún un romántico, es ya un simbolista, dice Carlos Pujol; de familia de seminaristas y diplomáticos, el poeta antepuso una vida bohemia atestada de prostitución, de drogas y de viajes a bordo de barcos hacia costas exóticas que nunca llegó a pisar, a una tranquila y acogedora existencia entre militares, políticos y jueces; antes prefirió estampar su firma en la portada de Las flores del mal que dictar o firmar la sentencia que lo acusó de ultraje a la moral pública obligándolo a pagar una multa y a eliminar seis composiciones del poemario: “Lesbos”, “Mujeres condenadas”, “El Leteo”, “A la que es demasiado alegre”, “Las alhajas” y “La metamorfosis del vampiro”.

El estilo clásico de Las flores del mal (1857) choca frontalmente con el contenido. Baudelaire dibuja al poeta maldito que se opone a los valores de una sociedad burguesa que lo rechaza: “Cuando así lo decretan los poderes supremos / y el Poeta aparece en el tedio del mundo, / espantada su madre, barbotando blasfemias, / crispa un puño hacia Dios, que con ella es piadoso: // -¡Ah! ¿por qué no parí un ovillo de víboras / en lugar de dar vida a irrisión semejante? ¡Oh, maldita la noche de placeres efímeros / en que pudo mi vientre concebir mi condena”. Anhela la belleza absoluta que no es de este mundo y añora la felicidad de la infancia mitificando una niñez representada por su madre y sobre todo por la sirvienta Mariette que lo cuidó: “La sirvienta abnegada de quien celos tenías / y que ahora descansa bajo el césped humilde, / se merece la ofrenda de llevarle unas flores”. Como sus deseos son irrealizables, se entrega a los vicios: “Como un pobre vicioso que devora y que besa / todo el pecho ulcerado de una vieja ramera, / de pasada robamos un placer prohibido / que exprimimos igual que una seca naranja”. Sin embargo, no consigue escapar del tedio, que en una opinión totalmente trasladable a nuestra contemporaneidad es el mayor mal de la sociedad francesa del XIX: “¡ES EL TEDIO! Con llanto maquinal en los ojos, / imagina patíbulos mientras fuma su pipa. / Ya conoces, lector, a ese monstruo sensible, / ¡oh tú, hipócrita, igual a mí mismo, mi hermano!”.

 Cuando Baudelaire escribió “El albatros”, viajaba en un paquebote hacia Calcuta acompañado de comerciantes y oficiales del ejército, sin embargo en las Islas Mauricio decidió dejar atrás la empresa y volver a Francia. Una vez allí, continuó escribiendo y publicando diversos poemas de Las flores del mal en distintos medios hasta que finalmente apareció una versión definitiva del libro en 1857. “El albatros” no sólo ha sido muy reconocido por críticos y poetas contemporáneos a Baudelaire y posteriores, sino que al posicionarlo como el segundo poema de la primera sección “Esplín e ideal”, el autor ya le estaba otorgando una importancia manifiesta dentro de un libro que no se entiende como un sumatorio o una recopilación de composiciones poéticas, sino que se concibe como un conjunto estructurado cuyas secciones y los poemas que las forman tienen significación por la emplazamiento que ocupan dentro de ese todo. Pero ¿qué dice el poema para que lo consideremos tan relevante? Pues, nada más y nada menos, busca dar una definición metafórica del concepto poeta en la sociedad francesa (y europea) del siglo XIX. Por supuesto, una definición baudeleriana.

De los cuatro cuartetos que lo forman, los tres primeros describen escenas propias de la vida en un barco: los marineros juegan a cazar albatros, “grandes aves marinas / que son como indolentes compañeros de viaje”, pero que una vez en tierra son torpones y tímidos “y sus alas tan blancas y tan grandes son como / blandos remos que arrastran lastimosos por tierra”. Un tanto animalizados, los marineros se recrean en la escena: “Uno acerca a su pico la encendida cachimba, / otro imita cojeando al lisiado con alas”. En la última estrofa, lo que había sido un mero retrato de una escena habitual en los viajes navales se convierte a través de un procedimiento de metaforización, en lo que Baudelaire considera que es el poeta en su sociedad. Como el albatros, es “un príncipe, gran señor de las nubes / cuya casa es el viento, que no teme al arquero” que cuando cae “desterrado en el suelo, entre el vil griterío / sus dos alas gigantes no le dejan andar”.

Solo, en una mugrienta taberna del Barrio Latino, Baudelaire apura una copa mientras lee el manuscrito del todavía no publicado poemario Las flores del mal. “…l’empêchent de marcher”. Cirujano de los signos, piensa, el poeta es capaz de sobrevolar majestuosamente el cielo abstracto del lenguaje, pero como contrapunto fatídico, es un inadaptado de la sociedad, no existe un lugar reservado para él en este mundo. Detiene su mirada en la camisa manchada del tabernero, en un borracho acodado en la barra, en un charco de cerveza formado por un goteo incansable. Llama la atención del camarero y pide otra copa. A través de la ventana ve pasar a dos importantes comerciantes escoltados. Él, en silencio, regresa a sus papeles, “Ses ailes de géant l’empêchent de marcher”. Sus alas de gigantes no le dejan andar. Y apura de nuevo la copa.

 P.D. 1: Transcribo el poema en su versión original.

Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage
Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,
Qui suivent, indolents compagnons de voyage,
Le navire glissant sur les gouffres amers.

À peine les ont-ils déposés sur les planches,
Que ces rois de l’azur, maladroits et honteux,
Laissent piteusement leurs grandes ailes blanches
Comme des avirons traîner à côté d’eux.

Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule!
Lui, naguère si beau, qu’il est comique et laid!
L’un agace son bec avec un brûle-gueule,
L’autre mime, en boitant, l’infirme qui volait!

Le Poète est semblable au prince des nuées
Qui hante la tempête et se rit de l’archer;
Exilé sur le sol au milieu des huées,
Ses ailes de géant l’empêchent de marcher.

P.D. 2: Brevísimo vídeo sobre la obra y la vida de Charles Baudelaire.

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