Los perros románticos, de Roberto Bolaño

Un artículo de Raúl Molina

En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
y aquí me voy a quedar.

Quizás, tener veinte años y estar loco sea una redundancia o puede que la redundancia sea decir que alguien está loco, porque es posible que todos lo estemos y que nuestra vida sea una lucha constante contra unos instintos que la cultura (occidental, oriental, la que sea) reprime: ¿Somos perros románticos? Y, lo peor, ¿lo desconocemos?

A Roberto Bolaño Ávalos, natural de Santiago de Chile, fundador del Infrarrealismo en México, exiliado en Blanes, suicida en decenas de lugares nada pintorescos, amante de la vida, fallecido en Barcelona en 2003 por una insuficiencia hepática y considerado el mejor novelista latinoamericano desde los escritores del Boom (Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar), le gustaba considerarse poeta. No en vano, en 1993, pocos meses después de conocer que sufría una grave enfermedad degenerativa, organizó sus poemas (publicados e inéditos) en un volumen que tituló La universidad desconocida y que no se publicaría hasta cuatro años después de su muerte. Bolaño, oí afirmar con la contundencia de quien no tiene la razón a uno de esos estudiosos de la literatura que llevan demasiada caspa en las solapas de su americana, decía que era poeta para llevar la contraria a todos los críticos que lo consideraban el mejor novelista de su generación, pues, sabed, que Bolaño gustaba de entretenerse engañando a quienes le rodeaban con mentiras tan dulces como ácidas. ¡Falso!, hubiera querido contestarle yo, Bol año podía jugar con muchas cosas, pero nunca con algo tan serio para él como la poesía: el Bolaño más sincero, el más transparente, el que se desnuda ante los lectores no es el narrador sino el poeta. El otro, el de la prosa, en un borgiano juego de espejos, es Arturo Belano: realvisceralista, detective salvaje, veterano de las guerras floridas y suicida en África. Pero claro, Bolaño hubiera sido capaz de decirnos simultáneamente que no a mí y al casposo profesor para después afirmar, cuando le preguntáramos por qué tiene la manía de llevar siempre la contraria, “Yo nunca llevo la contraria”.

“Había perdido un país / pero había ganado un sueño”, que es lo mismo que decir que Chile había caído en manos de Pinochet. Y entonces “Ya nada importaba”: ni trabajar (Bolaño se dedicó durante muchos años casi por completo a la literatura; no sólo durante su juventud), ni rezar (era agnóstico) ni estudiar en la madrugada (porque, seamos sinceros, no hay institución que encorsete más la mente de un escritor que la Universidad).

“Una habitación de madera, / en penumbras, / en uno de los pulmones del trópico”: la imagen es potente y nos traslada a lo íntimo a la vez que, haciendo uso de la antítesis y la ironía, hacia un exterior incontrolable. Sólo recurriendo a estas figuras es posible entender primero, que hable de la ciudad donde vivía, México DF, como “pulmón del trópico” y, segundo, que en esa jungla de asfalto su espacio más personal pueda ser una “habitación de madera”.

Este movimiento finaliza en el terreno interior e incontrolable de los sueños: “Y la pesadilla me decía: crecerás. / Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto /y olvidarás”. Es decir, olvidarás lo que has sido: el dolor de la ausencia de libertad en los campos de detención chilenos durante la dictadura de Pinochet, el laberinto de calles del DF. Parece decirle esa voz onírica: Acabarás cayendo del caballo y verás que la vida artística de los vanguardistas no tiene sentido en el mundo de los adultos, la edad todo lo entierra, enterrará tus sueños, Bolaño, desarticulará tus utopías y las convertirá en polvo, entonces harás lo posible para que tus hijos coman, darás la espalda a la escritura porque no te dará ni un duro y leerás por simple entretenimiento.  “Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen”. Estamos de acuerdo. “Estoy aquí, dije, con los perros románticos / y aquí me voy a quedar”. Y, aunque no era correspondido, en esa posición se mantuvo firmemente, como sólo puede hacer quien tiene la certeza de estar trabajando en la dirección correcta. Carolina López, la madre de sus hijos, decía que Bolaño escribía por las mañanas y corregía por las tardes mientras escuchaba música heavy a todo volumen en un walkman. Como acallando, pienso, las voces que en silencio le gritaban: ven al mundo de los días cotizados, al de las hipotecas, los planes de pensiones y las nóminas. Pero, quizás, crecer también hubiera sido un crimen entonces. Como puede que lo sea ahora.

La palabra que brota de las mismas entrañas del escritor, que rescata la búsqueda de una libertad juvenil que todavía se vislumbra, con menos fuerza, en el presente, tiene a su vez un aire de tristeza, de mala leche y de ironía salvaje, pero también de ternura y, por qué no, de nostalgia. Quizás tuviera que hablar de derrota o de victoria, pero desconozco si vivir junto a los perros románticos hasta el último día es darle mate a la vida en la partida de ajedrez que comienza con nuestro primer llanto o es caer rendido ante unos evaporados sueños de juventud. Bolaño decía que la literatura es como las peleas de samuráis; un samurái no pelea con samuráis, pelea contra un monstruo y generalmente sabe que va a ser derrotado. Tener el valor, conociendo previamente tu destino,  de salir a pelear: eso es la literatura. No sé si le daría la razón a Bolaño en esta afirmación, pero hay algo que defenderé a capa y espada: tenemos la obligación de agradecerle la decisión, pues, de haber cedido ante las voces que lo llamaban a alistarse en esto de la Norma, hoy no habría detectives salvajes, estrellas distantes o poemas como este. El mundo literario es (a veces) de los que creen en los sueños que habitan junto a los perros románticos. Le debemos, al menos, un hígado a Bolaño.

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