La lentitud de los bueyes, de Julio Llamazares

La lentitud de los bueyes (publicado originalmente en 1979 por Hiperión, y recuperado en ediciones recientes como la de Nórdica Libros en 2025) es el debut poético de Julio Llamazares, quien teje un tapiz lírico donde la memoria, el paisaje y el tiempo se funden en un canto nostálgico a la España rural que se desvanece. Este libro no es una «colección de versos» en el sentido tradicional de poemas independientes, sino un poema unitario dividido en veinte fragmentos, lo que confiere una cohesión narrativa y rítmica compacta. Además, aunque el paisaje y la nostalgia rural son ejes vertebrales, el foco principal es una meditación introspectiva sobre el tiempo, la soledad, la vida y la muerte, con influencias de poetas como Antonio Gamoneda y Antonio Machado.

Llamazares transforma el paisaje leonés —inspirado en su infancia en Vegamián, un pueblo sumergido bajo un embalse— en un símbolo vivo de la memoria y el olvido. Los bueyes, con su paso lento sobre la nieve, no solo evocan el ritmo pausado de la vida rural, sino que encarnan el tiempo cíclico y la inevitabilidad de la pérdida. En fragmentos como el inicial, «Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora. / Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve», el autor dibuja un mundo donde la nieve, los caminos y las casas abandonadas no son meros fondos, sino entidades que respiran la soledad humana. Esta descripción épica y romántica del universo rural mítico, con sus costumbres y leyendas, dialoga con la proyección sentimental del hablante lírico, retratando un «paraíso perdido» colmado de tristeza telúrica y fatalismo, como señala la edición crítica de Cátedra. Y quiero enfatizar en la crudeza del abandono y el éxodo rural, y como afirma Antonio Gamoneda en su reseña pionera, en la estructura unitaria del poema, que fluye como un «extraño viaje desde el recuerdo (y desde el olvido)».

El lenguaje de Llamazares, despojado y preciso, evoca la sobriedad machadiana y la intensidad contemplativa de Claudio Rodríguez, pero con un tono más íntimo y reiterativo, acorde al tema. Imágenes recurrentes —el viento, la nieve, los frutos machacados— crean una atmósfera litúrgica, imitando el paso de los bueyes y conjurando el olvido a través de un ritmo lento que es, como destaca el prólogo del autor, «todo mi patrimonio poético y […] la arquitectura de mi literatura».

La memoria es el núcleo irrefutable de la obra, no como una reconstrucción idealizada, sino como un acto de resistencia contra el borrado del tiempo. En versos como «En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor puede alcanzarles, / está guardado el tiempo», Llamazares toca lo efímero con una textura palpable, fusionando lo personal con lo universal. Y con la unidad de un poema único, aunque dividido en veinte fragmentos, genera un flujo narrativo continuo, casi prosístico, que prefigura su posterior obra novelística como La lluvia amarilla. Esta unidad refuerza la cadencia pausada, evitando la monotonía al entrelazar meditaciones existenciales con evocaciones sensoriales. La nostalgia por la despoblación rural —pueblos vacíos, campos abandonados— no es solo descriptiva, sino alegórica de la renuncia a las raíces, un tema que resuena en reseñas contemporáneas y que el autor mismo vincula a su identidad: «La memoria (de la nieve) y los recuerdos (esos bueyes que pasan con lentitud […]) son […] mi condición humana».

La voz lírica de Llamazares es la de un testigo fusionado con su entorno: el yo poético se disuelve en el paisaje, en las ruinas y los surcos de la tierra, invitando al lector a una experiencia compartida de pérdida. Esta intimidad trasciende lo local (la montaña leonesa) para abarcar la condición humana, como un lamento por el final de una cultura milenaria. Influencias surrealistas son mínimas aquí (más presentes en Memoria de la nieve), pero el componente narrativo, alabado por Gamoneda, añade profundidad, convirtiendo el poema en un viaje introspectivo hacia la muerte y el sentido de la vida.

La reiteración melancólica es en realidad un acierto deliberado: el ritmo lento y repetitivo imita el tema, aunque algunos lectores puedan notar una inicial dificultad para desentrañar las metáforas. No obstante, esta uniformidad tonal refleja fielmente la «mansedumbre» del tiempo rural, y la edición ilustrada de Nórdica (con acuarelas de Leticia Ruifernández) enriquece su accesibilidad visual.

En conclusión, La lentitud de los bueyes permanece como un debut maduro y auténtico, un canto nostálgico que fija en la palabra un mundo desvaneciéndose. Llamazares, con su voz entre ternura y desgarro, entrega un poema unitario que es lamento por lo perdido y celebración de su permanencia en la memoria. Es un libro para leer con pausa, dejando que sus fragmentos sedimenten como nieve en el alma. En sus versos, el tiempo se detiene, confrontándonos con la eternidad de lo efímero.

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