Miguel Labordeta Subías

Nació en Zaragoza el 16 de julio de 1921, la misma ciudad donde moriría tan solo 48 años más tarde, Hermano mayor del también escritor, cantautor y político José Antonio Labordeta, fue un celebrado poeta de la generación de posguerra española. Parece ser que era una persona bastante enigmática y controvertida, pues podía resultar depresivo y divertido al mismo tiempo, características que se reflejan en sus poemas donde se intuye una rebeldía innata y permanentes contradicciones, posicionándose con frecuencia a contracorriente de los gustos de su época. Apasionado de la literatura, no fue, sin embargo, un buen estudiante en su juventud, durante la que le tocó sufrir las miserias y crueldades de la Guerra Civil. Estudió Filosofía y Letras en Madrid, pero no tardó en volver a su tierra donde se incorporó al colegio en el que había impartido clases su padre. Se integró en las tertulias del café Niké y fundó la Oficina Poética Internacional (OPI) además de la revista Despacho literario junto con Antonio Fernández Molina. Sin embargo, nunca dejó de ser un solitario melancólico y un hombre tímido en los asuntos del amor. En 1948 publicó Sumido 25, y en los dos años siguientes aparecieron Violento idílico y Transeúnte central; en 1955 estrenó Oficina de horizonte, su primera obra de teatro; en 1961 se editó Epilírica y en el año de su muerte Los soliloquios.

MATAOS 

Mataos,
pero dejad tranquilo a ese niño que duerme en una cuna.

Si vuestra rabia es fuego que devora al cielo
y en vuestras almohadas crecen las pistolas:
destruíos, aniquilaos, ensangrentad
con ojos desgarrados los acumulados cementerios
que bajo la luna de tantas cosas callan,
pero dejad tranquilo al campesino
que cante en la mañana
el azul nutritivo de los soles.

Invadid con vuestro traqueteo
los talleres, los navíos, las universidades,
las oficinas espectrales donde tanta gente languidece,
triturad toda rosa hallada; al noble pensativo,
preparad las bombas de fósforo y las nupcias del agua con la muerte
que han de aplastar a las dulces muchachas paseantes,
en esta misma hora que sonríe
por una desconocida ciudad de provincias,
pero dejad tranquilo al joven estudiante
que lleva en su corazón un estímulo secreto.

Inundad los periódicos, las radios, los cines, las tribunas
de entelequias, estructuras incompatibles,
pero dejad tranquilo al obrero que fumando un pitillo
ríe con los amigos en aquel bar de la esquina.

Asesinaos si así lo deseáis,
exterminaos vosotros: los teorizantes de ambas cercas
que jamás asiríais un fusil de bravura,
pero dejad tranquilo a ese hombre tan bueno y tan vulgar
que con su mujer pasea en los económicos atardeceres.

Aplastaos, pero, vosotros,
los inquisitoriales azuzadores de la matanza,
los implacables dogmáticos de estrechez mentecata,
los monstruosos depositarios de la enorme Gran Estafa,
los opulentos energúmenos que en alza favorable de cotizaciones
preparáis la trituración de los sueños modestos
bajo un hacha de martirios inútiles.

Pisotead mi sepulcro también,
os lo permito, si así lo deseáis inclusive y todo,
aventad mis cenizas gratuitamente
si consideráis que mi voz de la calle no se acomoda a vuestros fines suculentos,
pero dejad tranquilo a ese niño que duerme en una cuna,
al campesino que nos suda la harina y el aceite,
al joven estudiante con su llave de oro,
al obrero en su ocio ganado fumándose un pitillo,
y al hombre gris que coge los tranvías
con su gabán roído a las seis de la tarde.

Esperan otra cosa.
Los parieron sus madres para vivir con todos,
y entre todos aspiran a vivir, tan sólo esto,
y de ellos ha de crecer, si surge,
una raza de hombres con puñales de amor inverosímil,
hacia otras aventuras más hermosas.

Un artículo de Antonio Cruzans

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