Gratia plena, de Amado Nervo

Todo en ella encantaba, todo en ella atraía 
su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar... 
El ingenio de Francia de su boca fluía. 
Era llena de gracia, como el Avemaría. 
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar! 

Ingenua como el agua, diáfana como el día, 
rubia y nevada como Margarita sin par, 
el influjo de su alma celeste amanecía... 
Era llena de gracia, como el Avemaría. 
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!
 
Cierta dulce y amable dignidad la investía 
de no sé qué prestigio lejano y singular. 
Más que muchas princesas, princesa parecía: 
era llena de gracia como el Avemaría. 
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar! 

Yo gocé del privilegio de encontrarla en mi vía 
dolorosa; por ella tuvo fin mi anhelar 
y cadencias arcanas halló mi poesía. 
Era llena de gracia como el Avemaría. 
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar! 

¡Cuánto, cuánto la quise! ¡Por diez años fue mía; 
pero flores tan bellas nunca pueden durar! 
¡Era llena de gracia, como el Avemaría, 
y a la Fuente de gracia, de donde procedía, 
se volvió... como gota que se vuelve a la mar!

“Gratia Plena” es un poema de supremo amor y profundo dolor. Escrito en alejandrinos formando quintetos que nos van describiendo las virtudes de la mujer amada, todas las estrofas, menos la última, concluyen con los dos mismos versos: “Era llena de gracia, como el Avemaría. / ¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!, comparándola en el primero en gracia con la misma Virgen, algo que se podría contemplar, y más en aquellas épocas, como algo irreverente si tenemos en cuenta su pasado de militante religioso y ferviente catolicismo, y el segundo, a lo mejor, refiriéndose especialmente a sí mismo y a la pasión que sentía por ella. El poema está incluido en el poemario de 1912 “La amada inmóvil”, donde Amado Nervo, el poeta mexicano más representativo de la tendencia modernista, lamenta la temprana desaparición de la mujer que llenó por entero su vida, aunque solamente compartió con ella diez cortos años, Ana Cecilia Luisa Dailliez.

Nervo viajó en 1900 a París, como corresponsal del diario El Imparcial, para cubrir informativamente la Exposición Universal que se iba a celebrar en aquella capital europea, sin embargo, alargó su estancia en la ciudad por más de dos años, durante los cuales, no sólo trabó conocimiento con los hombres que marcarían su futuro poético, como Rubén Darío o Leopoldo Lugones, sino que también conocería a la mujer que determinaría su vida futura. Con Anita viviría un idilio continuo durante una década sólo cortado por la muerte de ella en 1912 y a quien dedicó La amada inmóvil, poemas que sólo serían editados póstumamente pues el poeta los consideraba algo íntimo, como subraya el titulado Ofertorio

Dios mío, yo te ofrezco mi dolor:
¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!
Tú me diste un amor, un solo amor,
¡un gran amor!
Me lo robó la muerte
…y no me queda más que mi dolor.
Acéptalo, Señor:
¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!…

“La amada inmóvil” es tal vez el libro más autobiográfico de Amado Nervo por lo que de lamento y de sentimiento encierran sus versos. En su prólogo describe la muerte de Ana Cecilia: “Un hacha invisible me ha dado un hachazo en mitad del corazón”. A la muerte de ella, Amado Nervo se hizo cargo de su hija, Margarita, adoptándola como suya, como le comunica a su hermano Rodolfo en una carta escrita desde Madrid en 1912: “Mi muy querido hermano, te agradezco muy de corazón las frases tan nobles y afectuosas que dedicas a mi Anita. Desgraciadamente no fui para ella tan bueno como lo merecía esa alma de elección que más de diez años me acompañó por la vida sin que un solo instante palideciera su ternura. Debí casarme con ella y no lo hice por preocupaciones y suspicacias que ahora a la luz cruda de mi dolor considero indignas y estúpidas. No encuentro más que una manera de reparar mis omisiones para con ella y es amparar a la niña, que, después de mí, fue su gran cariño. Anita ha dejado como unos veinte mil francos, que a su vez heredó, en parte cuando menos, de una hermana suya. Estoy arreglándole a la pequeña Margarita la intestamentaría que se tramita en Francia y procuraré, si vivo, que a su mayor edad reciba duplicada esta suma, para que pueda casarse honorablemente y ser más feliz que Anita.” En la foto que acompañamos podemos ver al poeta con la niña al poco tiempo de la muerte de su madre: “Ingenua como el agua, diáfana como el día,/ rubia y nevada como Margarita sin par,/ al influjo de su alma celeste amanecía…”

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