

Francisco Brines publicaría Las brasas, con el que conseguiría el Premio Adonais, en 1960, libro al que pertenece este poema, cuando todavía no había llegado a cumplir los treinta años y, sin embargo, ya anticipaba en él gran parte de los temas que iban a componer el conjunto de su obra poética.
El propio título, Las brasas, nos revela que, a pesar de su corta edad, Brines percibía el mundo desde una etapa ya avanzada, consumida, que se situaba entre el fuego de la juventud y las cenizas del final.
La poesía de Brines se basa, desde su germen, en dar cuenta de todas esas sensaciones que percibe y que asocia, mediante imágenes claras y vivas, con las emociones y sentimientos que manan de su interior, algo que veremos más claro leyendo el poema:
La sombra de la tierra va creciendo
sube los aires, y la noche queda
sobre el alto tejado de la casa.
Se ensombrece el naranjo, y azahares
huelen por el desván, pesan los muros
y el hombre que lo habita se detiene
para pensar vanos recuerdos. Oye
como riegan los nardos, su jardín
ve que vuelca por las tapias bajas,
limoneros doblando los caminos.
Vuelven las estaciones del destierro,
y dormita el sillón, y los papeles
sin resplandor sobre la mesa vieja.
Es la hora de otoño de este día,
la hora de la luz de las ventanas
desde el camino de las piedras, hombre
que siente ya madura su cabeza,
destruido el cabello y el cansancio.
Meditación inútil, cuando pronto
dejará de vivir en esta casa
y olvidarán su nombre, cuando piensa
que nada le ha quedado de la vida.
Como habréis podido comprobar, la naturaleza es un argumento constante del que percibir experiencias mediante su contemplación a lo largo del tránsito del día, protagonista pasiva de la invasión inevitable de “la sombra de la tierra”, algo que invita al hombre a detenerse y pensar, a recordar, tarea estéril que solo le produce nostalgia.
Y así nos encontramos enfrentados dos sentimientos que la naturaleza produce: la felicidad de internarse en ella y la tristeza del paso del tiempo que ella misma representa. Llega el atardecer y el poeta abandona su trabajo: “Vuelven las estaciones del destierro, / y dormita el sillón, y los papeles / sin resplandor sobre la mesa vieja.” Y es que cualquier día tiene las mismas estaciones que un año, como bien deja reflejado en el verso: “Es la hora de otoño de este día,” es el momento de retirarse cansado e iluminar la soledad del hogar: “la hora de la luz de las ventanas / desde el camino de las piedras, hombre / que siente ya madura su cabeza, / destruido el cabello y el cansancio.”

Y a partir de aquí vemos con claridad otras constantes temáticas de Brines: el tiempo enemigo que todo lo destruye y tiraniza los actos de las personas con su paso inexorable; la melancolía, no únicamente del pasado, sino de lo que ha de venir, o se espera que venga, la muerte, que es final de todo camino y la meta de la vida y, por último, el olvido, la muerte absoluta ante la que nada valen las especulaciones: “Meditación inútil, cuando pronto / dejará de vivir en esta casa / y olvidarán su nombre, cuando piensa / que nada le ha quedado de la vida.”

Francisco Brines, nacido en la localidad valenciana de Oliva el 22 de enero de 1932, a diferencia de otros, tiene la cualidad de que su poesía conecta fácilmente con los lectores, pues todas las claves que emplea están basadas en la experiencia común que, por general, puede ser perfectamente admitida por cualquier persona. Brines, buscando su propia identidad, llegó a configurar un sentimiento humano que podría definirse como universal.
Encuadrado en el grupo poético de los años 50, fue académico de la Real Academia Española de la Lengua, obteniendo a lo largo de su vida bastantes premios y distinciones, entre las que destacan: el Nacional de la Letras Españolas de 1999, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana de 2010 y el Miguel de Cervantes de 2020, falleciendo el 20 de mayo de 2021 en Gandía.